Ayer se celebró en México el Día de Muertos, una fecha muy esperada cada año, porque nos permite recordar a nuestros seres queridos. También es la oportunidad para abordar la muerte con humor, alegría y fe, con la certeza de que quienes se nos han adelantado disfrutan ahora de la felicidad eterna.

Los últimos tres años, los de la pandemia, trajeron consigo la partida de muchas personas: familiares, amistades, colaboradores; todas ellas, irreparables. Sin embargo, la gran tradición de noviembre se convierte en el puente que nos une con quienes más hemos querido en esta vida y que tanta falta hacen.

Esta pelicular relación que como pueblo tenemos con la muerte nos permite mantener la esperanza de que cualquier situación, por adversa que parezca, será mejor, lo cual motiva nuestro ánimo colectivo para unirnos con la fortaleza necesaria y resistir las adversidades que se presentan.

La magia con que esta tradición atrae, año con año, a propios y extraños radica en que entiende a la muerte como una prolongación de la vida en un ciclo sin fin. Es decir, la muerte se convierte no en el término de la existencia, sino en el alimento de la propia vida, en un proceso de regeneración de las fuerzas creadoras.

Por tanto, nuestras fiestas de Día de Muertos son un momento de intercambio simbólico entre quienes ya no están y las personas que seguimos aquí; una manera de reflexionar sobre nuestro pasado y aprender de las experiencias vividas, para proyectarlas hacia el futuro.

Y todo ello, en un ambiente festivo que, como señalaba Octavio Paz en su obra El laberinto de la soledad, da la impresión de que en México no rehuimos de “la pelona”, sino que la festejamos con representaciones populares que juegan y se ríen con ella, mediante colores, sabores y aromas.

Estamos, entonces, ante un fenómeno cultural vivo que nos enorgullece como nación. Una tradición histórica que se nutre de nuestras raíces prehispánicas, pero también de la cosmovisión del mundo occidental.

Este crisol convierte a nuestro Día de Muertos en una fecha muy especial para mexicanas y mexicanos, despierta los mejores valores de nuestra sociedad y demuestra que es posible la reconciliación con aspectos de la vida tan adversos, como su propio término.

En esta fecha quiero insistir en la importancia de rendir homenaje a quienes se anticiparon en el camino. En los años recientes, en la Cámara Alta perdimos a cinco compañeros, una senadora y cuatro senadores: Angélica García, Radamés Salazar, Rafael Moreno Valle, Joel Molina y Faustino López, entrañables colegas que trabajaron para el beneficio de sus estados y de la nación. A todos ellos los recordamos con cariño y admiración.

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