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Héctor Zagal
(Profesor de la Facultad de Filosofía en la Universidad Panamericana)

¿Todavía les tocó visitar una biblioteca para hacer tareas y proyectos? Hoy resulta difícil de pensar, pero antes no había Google ni algún otro buscador automatizado que nos diera las respuestas tan sólo con escribir una petición en la barra de búsqueda. Lo que hoy parece una simple tarea, antes era todo un lío. Sencillamente, para hallar la fecha de algún acontecimiento histórico, había que buscarla en algún libro que la tuviera. Y sí, tampoco había “Ctrl F” para acelerar el proceso.

Las bibliotecas son resguardo de culturas, creencias y saberes. Lo que supimos, lo que sabemos y lo que se sabrá se almacena en estos espacios. Su relevancia es clara, por lo que su preservación debería ser igual de especial.

La digitalización, en ese sentido, nos ha ayudado mucho. Ya no hay que preocuparse por que el papel o la tinta se desgasten. De igual forma, los procesos de búsqueda y almacenamiento son mucho más prácticos. Pero no hay que confiarnos. Tener todo en una base de datos también es peligroso. ¿Qué haríamos si un día perdiéramos esa base? Siempre hay que tener un respaldo.

Y si hoy nos preocupamos por preservar estos espacios aun teniendo herramientas como la digitalización, imaginen qué tan difícil era en la Antigüedad. Para aquellas civilizaciones, perder una biblioteca implicaba perder parte de sí.

Alejandría se fundó en el 331 a. C. Poco tiempo después, se inauguró su famosa biblioteca. Fue un sitio célebre por la diversidad de los ejemplares que allí se encontraban. No hay una cifra exacta, pero las estimaciones sugieren que llegó almacenar entre 400 mil y 700 mil rollos, los cuales se categorizaban según su contenido y autor.

Alejandría quedó a disposición del Imperio ptolemaico durante varios años. Sin embargo, en el 48 a. C., Julio César quiso ocupar la ciudad. Se dice que mientras éste se encontraba en el Palacio Real, una flota egipcia lo asedió. En respuesta, Julio César ordenó incendiar los barcos enemigos, pero el fuego se salió de control y llegó hasta las zonas cercanas a la costa. Entre los edificios afectados, se encontraba la biblioteca.

Contrario a lo que se suele pensar, el incendio no acabó con todo el lugar. En realidad, sólo afectó una parte de la colección, lo que permitió que siguiera funcionando. Incluso se cuenta que, en el 31 a. C., Marco Antonio le regaló 200 mil libros a Cleopatra, reina de Egipto, para reponer el inventario que se había quemado.

La biblioteca y la zona del palacio fueron arrasadas en el 270 d. C., con las guerras contra la insurrección del reino de Palmira. No obstante, muchos consideran que el verdadero hecho que dio fin a la biblioteca fue la muerte de su última rectora, Hipatia de Alejandría, a manos de los cristianos, en el 415 d. C.

Otros episodios de la historia revelan tristemente las motivaciones que algunos han tenido por atentar contra el conocimiento. Qin Shi Huangdi, fundador de la dinastía Qin y primer emperador en unificar China, no sólo construyó una gran muralla que separó su imperio de los pueblos bárbaros; también quemó todos los libros anteriores a él. Acabar con ellos implicaba abolir un pasado que podría jugarle en contra.

Algo similar pasó con los pueblos prehispánicos. Casi no tenemos códices anteriores a la Conquista pues, en el siglo XVI, los europeos se dedicaron a quemarlos. Y ni hablar de los libros “subversivos” que tuvieron el mismo destino durante el Tercer Reich.

Limitar el conocimiento es tarea común entre aquellos que desean control y poder absolutos. En muchos casos, las revoluciones inician con los libros.

Sapere aude!

@hzagal

Profesor de la Facultad de Filosofía en la Universidad Panamericana