Hector-Zagal
 

Héctor Zagal

(Profesor de la Facultad de Filosofía en la Universidad Panamericana)

Tuve la oportunidad de ir al campo hace unos días, en Tlaxcala. Dirán que exagero pero, como chilango, me sorprendió escuchar únicamente el sonido del viento y los pájaros. La tranquilidad del lugar contrastaba con el caótico ambiente de la CDMX, donde cada vez hay más ruido. Por mi casa ya estamos acostumbrados a los sonidos del fierro viejo y los tamales, pero de un tiempo para acá, estoy en la ruta de los aviones, por lo que el ruido ha aumentado. Para suerte mía, por lo menos, todos los vecinos son silenciosos y respetuosos.

Sería paradójico en realidad que el silencio imperara en una ciudad tan pequeña donde viven casi 10 millones de habitantes. La mayoría de las actividades humanas generan ruido. Lo normal es que cada ciudad tenga su propio paisaje acústico.

En la CDMX, este paisaje siempre ha sido muy particular pues, a parte de los ruidos de las zonas industriales y el tráfico, hay otros que, de una forma u otra, le han dado vida a la urbe. Cuando yo vivía en una colonia muy sencilla, pasaba el carrito de los helados con campanas, el de los camotes, el afilador y los pregones que anunciaban sus productos. Recuerdo que todavía me tocó escuchar los gritos de “¡Extra, extra! ¡Entérese de lo que pasó!” de los voceadores en las avenidas.

Algunos de esos sonidos se han ido perdiendo con el tiempo, aunque otros hacen el esfuerzo por perdurar. El organillero, por ejemplo, se encuentra en una situación complicada; está, por decirlo de alguna manera, en “peligro de extinción”. Como los organillos no tocan reggaetón y las piezas de estos instrumentos ya no se fabrican, cada vez es más difícil que la gente pueda vivir de ello. Aun así, muchos se aferran y siguen ambientando lugares como el Centro Histórico o el Centro de Coyoacán.

No podemos olvidar, sin embargo, que todos los ruidos tienen un límite. La contaminación acústica genera afectaciones tanto físicas como psicológicas: falta de atención, problemas de presión arterial, dolor de cabeza, estrés, trastornos de sueño… Hay que tener cuidado, pues incluso una exposición prolongada a ambientes con mucho ruido puede provocar una sordera permanente.

En la CDMX, la ley permite niveles de sonido de 65 decibeles durante el día, y de 62 durante la noche. Asimismo, hay 70 decibelímetros colocados en toda la ciudad para vigilar que no se rebasen los límites indicados. Las represalias por infligir la ley van desde multas de 10 a 40 salarios mínimos hasta 24 horas de arresto.

Como sea, aun con estas medidas, los problemas de ruido persisten. La Organización de las Naciones Unidas (ONU) ha catalogado a todo el país como un caso sobresaliente en contaminación acústica debido a exposiciones sonoras que frecuentemente rebasan los 65 decibeles. En la universidad donde trabajo, ubicada en la delegación Benito Juárez, es muy común que las clases se vean acompañadas por los ruidos de autos, vendedores y aviones. No sorprende mucho pues, después de la Cuauhtémoc, la Benito Juárez es la demarcación con los niveles más altos de sonido.

El rediseño del espacio aéreo en la Zona Metropolitana del Valle de México ha incrementado las zonas afectadas por el ruido de los aviones. Vale la pena estar atentos al tema, pues algunos colectivos han denunciado que muchas de las llegadas y salidas del Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México (AICM) alcanzan los 82 decibeles.

No se puede erradicar todo el ruido de la ciudad, pero hay que buscar un equilibrio entras las actividades que muchos hacen para ganare la vida y el silencio que todos los seres humanos necesitamos para vivir en bienestar.

Sapere aude!

@hzagal

Profesor de la Facultad de Filosofía en la Universidad Panamericana