El privilegio de toda una vida es convertirte en lo que realmente eres

Carl Gustav Jung

En su búsqueda del sentido de la vida, el ser humano se ha hecho preguntas existenciales cuyas respuestas ha convertido en creencias que han moldeado su realidad, personal y colectiva.

Y es que no es la realidad la que determina nuestra forma de pensar, ser y actuar, es nuestra mente la que moldea la realidad; por tanto, va creando aquella que necesita para reafirmarse. Lo que se cree se crea.

Como casi todas las criaturas vivas, somo seres sociales, no solo porque dependemos unos de otros para sobrevivir, sino porque solo podemos realizarnos individualmente a través de nuestras relaciones con los demás, y esa es la razón por la cual creemos que debe existir una sola respuesta única y fundamental para cada una de esas preguntas existenciales

Así que educar a nuestros hijos diciéndoles: “encuentra tu propia respuesta, porque es la que te servirá a ti, no la mía”, está fuera de toda consideración. Les damos la que aprendimos bajo programación generacional, con la convicción de que esa es y ninguna otra, y de que deberán comportarse en consecuencia para alcanzar todas las cosas buenas que deseamos para ellos.

¿A qué venimos a este mundo? Es una de esas preguntas existenciales que han dado origen a religiones y corrientes filosóficas; miles de páginas tratando de responderla desde distintas visiones e incluso acciones extremas para imponer la propia respuesta, como la Santa Inquisición o las guerras fratricidas que aún imperan en medio oriente.

Antes, cuando las religiones predominaban sobre la amplia gama de filosofías sociales y personales que hoy imperan, se decía que “a este mundo se viene a sufrir”, y como, repito, lo que se cree se crea, pues se sufría mucho.

La diferencia entre pensamiento religioso y filosófico es que el primero adopta creencias sin cuestionarlas –lo cual, por cierto, no tiene nada que ver con la fe, pero ese es otro cuento–, el segundo comienza cuestionándolas para decidir si las adopta, las desecha o las transforma.

Una vez superado el predominio del paradigma de que venimos a sufrir, perteneciente a un catolicismo fuera de práctica, nos encontramos con otros como: estamos aquí para ser felices (el opuesto filosófico), para aprender (hinduismo), iluminarnos (budismo) y realizar una misión (protestantismo).

El resultado de conducir nuestra vida por el rumbo que marcan las creencias es que dejamos de ser quienes en el fondo de nuestro corazón sabemos que somos, de hacer aquello que deseamos sobre todas las cosas y de responder al llamado de nuestra naturaleza personal. Nos extraviamos muy pequeños, en la infancia, y después ya no sabemos quiénes somos y ni siquiera tenemos clara la idea de que existe un yo único que debe materializar aquello que es, es decir, realizarse.

La consecuencia natural de esa realización bajo nuestros propios términos –ojo: no los de nuestra confusión interna o nuestras distorsiones mentales– es lo que conocemos por plenitud, un estado del ser de completa satisfacción en el que las preguntas existenciales desaparecen y la felicidad, como objetivo, se empequeñece.

Muchos de nosotros llevamos dentro un yo frustrado, que en cuestión de materializar lo que somos puede ser artista, deportista, científico, activista, o cualquier cosa que hayamos sacrificado por ser lo que los demás esperan que seamos.

La lejanía de nuestro ser único y especial, hacer oídos sordos a lo que nuestro corazón nos dicta, nos ocasiona una sensación de vacío interior que nos lleva al sinsentido. Llenarlo es imprescindible, pero no hay una respuesta válida para todos. He ahí el problema. Cada uno de nosotros debe responderla desde su autenticidad (palabra clave) y ante todo lo que se oponga, sobre todo nuestra propia mente, específicamente el miedo.

Ir al encuentro de lo que realmente somos es el gran privilegio de la vida, para todos accesible. No misión, no propósito, no aprendizaje.

      @F_DeLasFuentes

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