Sufrimos más en la imaginación que en la realidad

Séneca

Hay quien considera que la ignorancia es la causa de que un ser humano no se arriesgue, no crezca, no prospere. En algunos casos es así, indudablemente, porque la gente simplemente ignora que tiene opciones. Pero en la mayor parte de las ocasiones se trata de miedo a perder lo que tiene, por poco o malo que sea.

La pérdida, en nuestro cerebro más básico, instintivo y primitivo, conocido como reptil, encargado de la sobrevivencia personal y la preservación de la especie, es cuestión de vida o muerte. Lo mismo le da si perdemos unas llaves que un gran amor, una oportunidad de trabajo que toda una fortuna.

La pérdida en sí misma nos aterra, es porque nuestro segundo cerebro, el límbico o emocional, está respondiendo a las señales de alerta del primitivo o reptil, sin que intervenga el tercero y último, el racional. Solo nos estamos dejando llevar por ideas, emociones y formas de vida de nuestros antepasados que han pervivido miles de años después de su verdadera y fundamental importancia.

Podemos obsesionarnos buscando las llaves, los lentes o el celular, aun cuando puedan ser sustituidos, o sentimos un terror atávico, inexplicable, si somos rechazados o despreciados, incluso por desconocidos, porque para nuestros ancestros perder algún objeto importante podía representar una indefensión mortal y el rechazo de los demás, el destierro, que además de la vergüenza, acarreaba, sí, la muerte.

Por eso solemos depender de lo poco o lo malo que tenemos y preferimos conservarlo antes de arriesgarlo, sin importar lo que podemos ganar. Y esta circunstancia ocurre en todos los ámbitos de nuestras vidas.

El miedo a perder algo, material o inmaterial, es un resorte instintivo que se activa muy fácilmente, propulsando una de las actividades mentales menos útiles y más desgastantes del ser humano: la preocupación, en la cual ya se involucra nuestro tercer cerebro, el racional, aunque, valga la paradoja, de manera muy irracional.

Si no estamos conscientes de ello, desarrollamos una aversión, descrita por los profesionales del ramo como un sesgo cognitivo que nos hace sufrir tanto por una pérdida de manera anticipada, que el entusiasmo ante la posibilidad, o incluso la seguridad, de tener una ganancia se queda considerablemente más corto.

Ahí tiene usted el verdadero origen de la mediocridad. Si bien todos padecemos, en mayor o menor medida, de miedo a la pérdida, hay quien no puede vencerlo, y encontrará siempre una justificación para no hacerlo. No se trata de una crítica, sino de una explicación. Cada quien, por supuesto, tiene derecho a estar como quiere estar, sin importar si sabe o no que se trata de una elección.

Daniel Kahneman, reconocido psicólogo, investigador y premio Nobel en Ciencias Económicas, asegura que este sesgo cognitivo domina buena parte de nuestros comportamientos y explica desde experiencias personales, como mantenerse en una situación incómoda o de infelicidad, hasta fenómenos económicos como la caída de las bolsas.

Este miedo o, en su presentación patológica, aversión, hace que optemos por el beneficio inmediato antes que por la ganancia a largo plazo, aun cuando el primero sea insuficiente e incluso engañoso y descarte a la segunda, que no por prometedora deja de ser incierta en nuestra mente, por más asegurada que éste. Hasta tenemos un dicho popular: más vale pájaro en mano que un ciento volando.

El miedo a la pérdida es el peor enemigo de los buenos negocios y, nos guste o no, la vida consiste, predominantemente, en negociar con nosotros mismo los términos en que hemos de vivirla. Por algo se llama “negociación con la realidad” la etapa previa a la aceptación de nuestras circunstancias, que puede durar años, mientras aprendemos a dar ese otro paso imprescindible para cambiar las cosas, coloquialmente llamado “soltar”, es decir, correr el riesgo de perder, dejando lo certero por lo incierto.

Al final de cuentas, en la vida gana más el que pierde.

      @F_DeLasFuentes

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