No es por ponerse en plan de profeta, pero algunos lo sabíamos sin saberlo: en Palacio Nacional proliferan los parásitos, según pudimos confirmar por una nota de los colegas de Publimetro. La cosa es grave. Al parecer, no son unos poquitos, digamos una familia pequeña metida en las habitaciones, evolucionando con parsimonia entre las estatuas, saqueando la cocina con dentelladas gozosas a esas longanizas de 16 mil pesos el kilo y esas cerezas en almíbar de cuatro mil. No. Es una verdadera plaga, y de los animales que no quieres tener prendidos de la yugular: son –todos los días se aprende algo– “hematófagos”, es decir, parásitos que se alimentan de sangre, específicamente, para el caso que nos ocupa, de la humana, y más grave aún: de la mexicana. ¿Qué carajos pasó en Palacio Nacional, esa joya trufada de óleos y dorados, con sus tapices y sus libros antiguos, ese ombligo del ombligo del mundo que es el Zócalo, para que le cayera semejante pesadilla? No lo sabemos todavía, pero la plaga está ahí, como una película de terror de esas de epidemias que acaban con la humanidad.

Imagínensela. Lejos, arriba, onda dron, la cámara registra un hervidero de vida desde el primer segundo. Algo se mueve, respira, palpita en el Salón Tesorería. Según se acerca, el lente empieza a ofrecer detalles francamente perturbadores: un premio de periodismo con los lentes rotos, una especie de Pee Wee Herman gordito y con vibra sexual más kinky, uno que se cambia de ojo un parche de pirata cada que le da comezón en la ceja, no sabemos si por alguna forma de dermatitis seborreica o por la emoción del momento. Al frente, la abeja reina, que en este caso es una abeja rey, pleno de hormonas masculinas, los zapatos sin bolear, las uñas al natural, la gesticulación pausada que no esconde una rabia estancada por años. ¿Lo perciben? ¿Sienten el miedo que sube desde la boca del estómago? ¿Notan ya cómo se amotinan sus instintos, cómo algo se agita en su interior? Pues esperen un poco.

Lentamente, la cámara se acerca a uno de los que están en las filas de adelante. El movimiento de manos delata un crescendo de incomodidad, de picor del malo, tal vez incluso de dolor. Por fin, la cámara se detiene en el cuello. Un río de chinches que se meten en los pliegues de la camisa, se esconden entre las arrugas de la piel, caminan, succionan. Sí: el Palacio, ese lugar de todos, ha caído.

Esta columna no está consagrada a la acción, sino a la reflexión, pero esta vez tengo que decírselos: es urgente hacer algo.

 

    @juliopatan09