Una mentira puede dar la vuelta al mundo

antes de que la verdad tenga tiempo de ponerse las botas

Terry Pratchett

Ya todos tenemos claro que siempre hay un conflicto interior que nos impide hacer lo que nos pegue la gana, bueno o malo.

A lo largo de la historia lo hemos representado como la voz de un diablito en un oído y la de un angelito en el otro. Un simbolismo moral de lo que sucede en nuestra mente, que nos impide cuestionar quién nos está dando el mejor consejo.

Sin embargo, en una época en que nuestras estructuras morales son mucho más flexibles, no solo porque las religiones tradicionales pierden terreno día a día, sino porque la psicología y otras ciencias nos explican con claridad el funcionamiento de cerebro y mente -aunque no suplan en nuestros corazones la necesidad de Dios-, estos arquetipos del diablito y el angelito pierden significado y poder.

Entonces procede preguntarse: ¿de dónde viene el conflicto interior? No de la pugna entre el bien y el mal, ciertamente, sino del choque de las normas que hemos internalizado desde pequeños: las de nuestra sociedad y religión, las del clan o familia, las del grupo de amigos y las que personalmente hemos creado a partir de todas las demás, contrapuestas a nuestra personalísima naturaleza, deseos y aspiraciones.

Muchas de estas normas son ciertamente útiles para inhibir conductas realmente inmorales, es decir, aquellas que causan un daño real a los demás, dentro del cual no se encuentran las lesiones al ego, a la susceptibilidad y ni siquiera a la autoridad. Otras, dadas por ciertas y correctas, en realidad son limitantes, obsoletas y, por tanto, erróneas.

Si en otras épocas fue difícil, por inadmisible, tener otra preferencia sexual, tatuarse sin estar en prisión, decidir como mujer no tener hijos o incluso solo trabajar fuera de casa, actualmente es lo más normal del mundo.

Sin embargo, hay todavía quien se enfrenta al conflicto interior al momento de tomar decisiones de este tipo, porque la norma sigue pesando. Esto nos causa culpa, por romperla; vergüenza, por sentirnos inadecuados, y frustración, por no atrevernos a hacer lo que queremos.

Quienes se han atrevido a contradecir abiertamente normas que ya les resultaban obsoletas y/o disfuncionales son quienes han logrado que lo antes censurado sea aceptado, aun cuando siga pesando en muchas mentes el precepto contrario, sobre el cual ya casi nadie exterioriza su adhesión, pues está fuera de lugar, es decir, se expone al rechazo que antes se exponía el que quebrantaba la creencia.

La mayor parte de las normas limitantes tienen un “no” por precepto, es decir, son prohibitivas, aunque ciertamente algunas nos ordenan hacer algo que preferiríamos evitar. Lo que las hace erróneas es que nos impiden la libertad de elegir lo que queremos para nuestra vida cuando con ello solo herimos la ignorancia, la mediocridad o el conformismo de otros.

Es muy difícil contradecir abiertamente y de frente dichas normas. Primero, porque las tenemos tan internalizadas que ya ni sabemos que están ahí. Segundo, porque cuando nos damos cuenta, nos encontramos ante la posibilidad de disgustar a los demás si tratamos de transgredirlas, es decir, nos exponemos al rechazo.

La tensión de este conflicto lleva a muchas personas a buscar compensaciones o “indemnizaciones” por la infelicidad que les causa seguir calladamente normas que no se ajustan a quiénes son y a lo que desean. De esta necesidad nacen las adicciones.

Debemos entender la naturaleza de las normas antes de atrevernos a transgredirlas. No son simples actos de autoridad y demostración de poder. Son elaboradas, explícita o implícitamente, para proteger a las personas, al clan, al grupo de amigos, a la sociedad.

Pero no deben ser eternas ni inflexibles. Deben cambiar conforme cambian los tiempos y las personas. Si tuviésemos esa conciencia nos aferraríamos menos a ellas y disminuiríamos el conflicto interior, por tanto, la infelicidad.

@F_DeLasFuentes

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