En los años 70 del siglo pasado, en pleno apogeo de la Guerra Fría, cuando el mundo estaba dividido en dos grandes bloques, el de Estados Unidos y el de la Unión Soviética, se decía que los primeros cambiaron Vietnam por Chile. Más adelante harían muchos más trueques de este tipo ante la mirada estupefacta de sus respectivos satélites, sometidos por momentos a un despiadado avasallamiento, sin olvidar la tortura del fantasma del hongo atómico.

Ahora, tres décadas después de la caída del Muro de Berlín, da la impresión que volvemos a los viejos tiempos. Luego del envenenamiento del espía ruso Skripal, en Londres, la retirada de Trump del tratado nuclear con Moscú, el regreso de Rusia (junto con China) a África, nos toca ver cómo muestran los dientes las dos potencias en la sufrida Venezuela, donde se despliega una especie de doble poder.

En el orden internacional de Vladimir Putin, la Venezuela de Maduro desempaña el mismo papel que Cuba durante la Guerra Fría. Situada cerca de Estados Unidos, riquísima en recursos naturales, a dos tiros de piedra de puntos tan estratégicos como el Canal de Panamá, sirve perfectamente como “espantajo”. Con las maniobras militares ruso-venezolanas o vuelos conjuntos de bombarderos nucleares rusos con la Fuerza Aérea de Venezuela sobre el Caribe, Moscú recuerda a Washington y a los demás miembros de la OTAN que Rusia sigue siendo una potencia global capaz de actuar lejos de sus fronteras y que más vale respetar su presencia en el hemisferio occidental.

El Kremlin tiene un aliado de peso en Caracas, otro gran mecenas político-económico de Nicolás Maduro, el hombre fuerte de la pujante Turquía, Recep Tayyip Erdogan.

Al otro lado de la barricada tenemos al vicepresidente norteamericano, Mike Pence, y el jefe de la diplomacia estadounidense, Mike Pompeo, que apoyan plenamente la Operación Libertad del autoproclamad presidente Juan Guaidó, y sus esfuerzos por “restablecer la libertad y la democracia”.
En el libro Miedo, el periodista Bob Woodward sostiene que en 2017 el mismísimo Donald Trump exigía la intervención militar en Caracas, pero el entonces jefe del Departamento de Defensa, el general Mattis, lo disuadió.

Hay mucho más que el deseo de exhibir el poderío en América Latina detrás del apoyo de Rusia a Maduro. Aquí entran en juego intereses financieros y enormes cantidades de dinero que fluyeron desde Moscú hasta Caracas.

Desde 2005, los rusos le han prestado a Venezuela más de 20 mil millones de dólares, principalmente para la compra de armas y equipamiento bélico ruso. Pocos saben que las inversiones chinas en el país caribeño son aún más vertiginosas, tres veces más (70 mil millones de billetes verdes). Pero el dinero ruso en Venezuela ya está en la mira de la Fiscalía General de Moscú. Se sospecha que importantes montos destinados a Venezuela pudieran haber regresado a las cuentas de altos funcionarios de la Federación Rusa, temerosos por una posible quiebra de la nación latinoamericana. Los fiscales rusos detectaron robos durante la construcción de la fábrica de armamento del mítico fusil de asalto Kalashnikov, en el empobrecido país caribeño. El ex parlamentario ruso Popelniujov, dueño de la empresa encargada de dicha construcción, se enfrenta a una condena por el desvío de más de 15 millones de billetes verdes.

Por cierto, la idea de poner en funcionamiento una fábrica de Kalashnikov en un país como Venezuela invita a muchas reflexiones sobre las intenciones geopolíticas de Moscú.

En fin, los que saben dicen que a Putin no le queda de otra que defender hasta al final a Maduro. Pues tiene que explicar a sus compatriotas por qué gastó tanto dinero en un país lejano sin enriquecer al suyo propio. Los más interesados en obtener la respuesta son los jubilados rusos obligados a trabajar, porque su pensión sólo alcanza para comprar comida.

Se juega una intrigante partida de ajedrez. Las fichas de Estados Unidos se mueven contra las piezas de Rusia (empujadas por momentos por China y Turquía). Venezuela actúa como el peón. A ver quién pone al rey de su oponente en jaque mate.