Se entiende el empecinamiento de la historia en repetirse. Se entiende que lo que bajo similares circunstancias ya sucedió una vez, cuenta con plenos elementos para volver a suceder. Se entiende que la vida suele obstinarse con la réplica de determinados patrones y moldes.

 

Y, por mucho que se entienda, suena ridícula la especulación de que José Mourinho estaría a una derrota de dejar el banquillo del Chelsea.

 

Tras la caída del sábado a manos del West Ham, numerosos medios ingleses han aseverado que el director técnico portugués recibió un ultimátum: el cotejo de este fin de semana, ante Liverpool.

 

Así como es indispensable aclarar que el Chelsea no tiene reparos en pagar indemnizaciones millonarias a entrenadores a los que despidió (desde que Roman Abramovich se convirtió en el propietario en 2003, se calculan más de 70 millones de dólares por ese concepto) y reiterar que Mourinho se ha encargado de convertir su rutina en una permanente batalla de mil trincheras (prensa, federativos, rivales, árbitros, incluso niños que lo seguían para grabarlo con el celular), es imprescindible explicar la dimensión del absurdo que sería su destitución.

 

En septiembre de 2007 fue despedido del Chelsea, tras haber dado al club sus primeras ligas en cincuenta años, así como una Copa FA y dos Copas de la Liga. La sorprendente salida se dio a fines de septiembre, cuando la temporada recién comenzaba y el cuadro londinense aspiraba a todo. Era evidente que Mourinho no se iba por motivos deportivos, sino por algo que se rompió en su relación con Abramovich. Meses después llevó al Inter al bienio más exitoso de su historia y recaló en el Real Madrid, donde la cosecha de títulos fue muy inferior a lo esperado. Cuando fue evidente que ya no podía continuar en el conjunto merengue (pese a que recién se habría prorrogado su contrato), se entendió que su regreso a Chelsea estaba en marcha. Al parecer, la relación con Abramovich había sanado y nadie dudaba de la pasional manera en que la afición blue lo acogería.

 

Lo común en una pareja que intenta reencontrarse tras un divorcio, es que las dos partes ya sepan a qué atenerse. Así fue el regreso de Mou al Chelsea: Abramovich asumía el complicado temperamento del entrenador y sus recurrentes bombas ante el micrófono, así como una constante que le ha acompañado: el desgaste de relaciones, sobre todo a partir del tercer año de gestión. Al tiempo, José comprendía que a cambio de tantos millones, a Roman Arkadievich le gusta opinar e involucrarse en determinadas facetas.

 

Al segundo año, llegó otra liga a Stamford Bridge. Todo fue perfecto hasta el arranque de la presente temporada. Tras perder el primer trofeo del año, la Community Shield, ha sumado once puntos de treinta disputados en la Liga Premier, así como cuatro de nueve en la Liga de Campeones; a eso debemos de añadir la eliminación este martes de la Copa de la Liga. Números que no corresponden ni remotamente a los arrolladores balances de Mou.

 

Él mismo advirtió que su plantel estaba corto, pero es evidente que varios jugadores se encuentran lejos de su mejor versión.

 

A pregunta directa sobre su posible salida, contestó con suficiencia: “si el equipo me echa, echa al mejor entrenador que puede tener”. Y, debo coincidir con el petulante José, es cierto.

 

La historia suele repetirse, a menos que se tenga inteligencia para aprender de ella. ¿Ultimátum a Mou? A mí me suena ilógico.

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