SOPAOKHace algunos meses, cuando la admiradísima Carmen Ramírez Degollado, Titita, me invitó a hacer el prólogo de su recetario de sopas, en el marco del 40 aniversario de El Bajío, mi primera sensación al pensar en tal tema fue ese reconfortante bienestar anímico y corporal que siempre provoca un platillo de esa naturaleza, ya sea en la niñez, en los momentos difíciles, o a la vuelta de un viaje.

 

Por supuesto, siempre tendré en cuenta aquellos años en Xalapa, los de ida y los de vuelta; los de la infancia, en los que la vida se resuelve con un buen fideito y sus higaditos; o los de años más tarde, cuando se vuelve a la casa paterna con más carga en el alma de la que uno esperaba, y un buen molito de olla es motivo suficiente para sentirse en paz, con energía.

 

Titita es, desde luego, un buen ejemplo de ese oficio restaurador que sólo poseen algunos cocineros y que te hacen sentir como en casa. En verdad no es cosa fácil, pues platillos como las sopas, para bien o para mal, siempre traen de por medio la referencia de momentos estratégicos de nuestras vidas. En el caso de algunos, es liga directa con la salida de la escuela y esa carrera casi en estampida a casa, con una canija hambre cuyo paliativo eran esas sopas hechas por nuestras madres, y que se anunciaban desde la puerta con el aroma de jitomate o el caldo de pollo: festín cotidiano donde, como dictan los cánones, el hambre es la mejor vía para la apreciación gastronómica.

 

De las sopas se ha escrito mucho y hay una vasta historia al respecto, sobre todo si partimos de la base de que, para muchos, es la primera preparación como tal de la cocina. Indudablemente para otros más es tema de gratísimos recuerdos familiares y algunos no tan gratos, sobre todo para aquellos que aborrecen las sopas, a la manera de Mafalda, como parte tal vez de un sistema de imposiciones.

 

En general, siempre me ha parecido un platillo maravilloso, insustituible, aunque desde luego guardo en la memoria, en una casilla especial y difícilmente clausurable, el recuerdo de una ocasión nefasta donde el cotidiano papel generoso de mi madre se vio tornado al de una auténtica villana: sucede que a mi papá, como a tantos otros señores, le encantaba un huevo crudo servido al punto en el plato de sopa bien caliente, para que apenas el calorcito del caldo le diera un ligero cocimiento.

 

Alentado por el gusto que proyectaba y queriéndome sentir “persona grande”, tuve a bien pedirle a mi madre que también a mí me lo sirviera. Aunque muchos años después aprendí a tomarle gusto a la preparación, ese mediodía se convirtió en una larguísima tarde, atormentado por esa mezcla viscosa que no podía tragar; bajo la premisa de que “hay más vida que llanto” y de que “lo que pides te lo comes”, como sucedió mucho tiempo en las familias.

 

Prácticamente todos coincidimos en el peso particular de las sopas, y de la comida en general, con nuestra visión y nuestros recuerdos de la imagen materna. Un buen plato de sopa y su evocación siempre va acompañado de la referencia de un personaje de las historias cotidianas, de un familiar al que quizá no pudimos conocer de niños, pero del cual supimos mucho a través de las charlas entre comidas; de un ingrediente, un condimento, heredado de tías y abuelas, y que hoy sigue presente en las casas donde todavía se cocina. Es también recordatorio de momentos de ingenio, de entereza, de cruces de miradas entre mis padres en las épocas en las que el dinero escaseaba y había que hacer lujo de imaginación a la hora de hacer la comida…Pero tampoco tenía que ser momento de carencia para que la imaginación aflorara. Una madre también hacía gala de esa inventiva en cualquier momento, con ingredientes dispersos y sobrantes de otros días que definían una fiesta culinaria en un instante.

 

Los tiempos han cambiado y son cada vez menos comunes esas comidas diarias en las que las familias se reunían en torno a la mesa, aunque seguramente aún quedan muchas madres que guardan esa herencia viva en sopas, caldos, arroces y otros guisados que son parte de la genealogía y mitología de muchos mexicanos. Sólo confiamos que las nuevas generaciones no tengan como razón para recordar los sabores de su infancia la textura y los acentos de glutamato de una sopa Maruchan.

 

La cocina es sinónimo de vivencias y tradiciones. A veces olvidamos que cuando la Unesco decidió fallar a favor del expediente de la gastronomía mexicana como Patrimonio Intangible de la Humanidad, no lo hizo sólo por sus recetas y sus ingredientes, sino por los valores sociales y, ante todo, familiares que representa: muestra de la continuidad ancestral en el respeto a la tierra, los ingredientes locales, las fórmulas y ejercicios culinarios que son también una manera de reconocer y perpetuar una identidad; un conocimiento y un reconocimiento de nuestra presencia en este mundo. En los guisos de nuestras madres, de las abuelas, de las nanas, en sus sopas y en las tantas preparaciones que han acompañado nuestros días, están muchos de los recuerdos y vivencias de nosotros…y los otros. Son alegría, nostalgia, visión y promisión de nuestra historia personal y colectiva.

 

*Es periodista cultural con más de 30 años de experiencia, especializado en gastronomía y enoturismo. Actualmente dirige la revista electrónica Crónicas del sabor.

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