Hector-Zagal
 

El siguiente viernes no sólo es quincena, también es el Día Mundial del Discurso. Esta fecha pretende conmemorar una actividad que hoy, en plena contienda electoral, se explota tanto que se nos olvida que es todo un arte.

Aristóteles, uno de los padres de la retórica, sabía que no es lo mismo un argumento científico que un discurso científico.

Por un lado, los argumentos científicos suelen ser fríos y sobrios. No están dirigidos a todo mundo, pues su criterio fundamental se basa en demostrar que lo que afirma es una verdad contundente. Pensemos, por ejemplo, en la demostración de un teorema: sólo quienes sepan matemáticas podrán entender dicha demostración, pero bastará con ese entendimiento para que se convenzan de que es cierto. En efecto, la argumentación matemática es el ejemplo predilecto de los discursos científicos.

Sin embargo, los discursos científicos no son suficientes como para lograr que las personas realicen determinadas acciones. Para ello, están los discursos políticos. Estos sí buscan convencer a una multitud, pero no sólo intelectualmente sino también emocionalmente. En ese sentido, los discursos políticos no pretenden ser verdaderos sino, sobre todo, verosímiles. Por medio de emociones como la ira, la tristeza o la compasión, el orador logra persuadir a su receptor para influir en él. Y es que, en muchas ocasiones, la verdad no despierta emociones. ¿Alguno de ustedes se emocionó cuando le enseñaron a demostrar el teorema de Pitágoras?

Pero además Aristóteles menciona que hay tres aspectos clave dentro del discurso político. El primero es el mensaje, es decir, lo qué se dice. En política, es importante que dicho mensaje logre persuadir a la gente de por qué conviene hacer lo que el orador pretende. Para ello, claro, es importante tener en cuenta un segundo aspecto: ¿a quién se le dice ese mensaje?

Aristóteles advierte que el mensaje debe adaptarse a quien vaya dirigido. No es lo mismo, por ejemplo, convencer a un niño que a un adulto. Si queremos que un niño se vacune, no bastarán los argumentos típicos por los que tú y yo nos vacunamos. A un niño en nada le importa evitar una enfermedad si aquello le supondrá el dolor de la aguja en su brazo. Un niño muy pequeño no sabe qué es un virus y no sabe cómo funciona el sistema inmunológico.

La figura del orador también es importante. Quien emite el mensaje debe lograr identificarse con las personas a las que les habla. La autoridad que represente, la forma en la que vaya vestido e incluso el modo en como hable son esenciales para que el discurso sea más eficaz.

Pero qué mejor forma de evidenciar el poder de la retórica y de los discursos que con una anécdota de Protágoras, el gran sofista de Grecia.

Protágoras se jactaba de ser un gran maestro del discurso, al punto de que alguna vez dijo que podía enseñar a persuadir a cualquier persona que le pagara bien. Así pues, un día llegó con él un joven que empezó a tomar sus clases. Protágoras lo preparó y lo volvió un gran orador. Sin embargo, al final, cuando el joven debía pagarle a Protágoras, le dijo: “Maestro, no le voy a pagar, pues lo voy a persuadir de no cobrarme, y si no lo persuado, tampoco le voy a pagar, pues entonces no me ha enseñado bien”.

Al joven, evidentemente, le salió gratis su estancia en “Academias Protágoras”.

Sapere aude!

@hzagal

Profesor de la Facultad de Filosofía en la Universidad Panamericana