Hernán G. H. Taboada

Investigador del CIALC-UNAM

En distintos momentos, los países que hoy constituyen América Latina cobraron prestigio como posibles faros en el destino de la humanidad. Lo fueron para la Europa posterior a la derrota de Bonaparte y al regreso de las monarquías absolutas, la cual veía repúblicas donde imperaban la libertad y los derechos de que ella carecía. La ilusión se repitió en otros momentos históricos: la Revolución Cubana, la Nicaragüense, el zapatismo, el chavismo, hicieron pensar, y ya no únicamente en Europa sino en las más diversas latitudes, que América Latina estaba señalando el camino del futuro, era la sede de una utopía viviente.

De más está decir que estas ilusiones se fueron desvaneciendo una y otra vez y hoy difícilmente se pueden exhibir nuestros países como un ejemplo a seguir. Si se difunde alguna imagen de ellos, está ligada a pobreza, desigualdad, violencia, crimen organizado, represión estatal y grandes emigraciones para huir de todo esto. No pueden ostentar altos índices de crecimiento económico ni de justicia social. No hacen parte de las áreas más deprimidas del mundo pero sí de aquellas que más repetidamente han fracasado en sus proyectos nacionales. Con el agravante de haber desaprovechado grandes riquezas naturales y humanas, y varias oportunidades históricas, de haberse dejado superar por áreas como el Asia oriental, que hace pocas décadas se encontraba en una situación mucho más desventajosa.

Tampoco son de esperar a corto plazo cambios favorables, y muy pequeño y subordinado lugar nos parece reservado en la reconfiguración geopolítica del mundo que muchos ven venir. De tal condena a la insignificancia nos salva nuestra dimensión cultural, que nos otorga un lugar especial en este peculiar momento de la historia. El siglo xix impuso en el mundo la producción cultural de los países europeos, en base a la cual se constituyó por doquier el canon literario, filosófico y estético de la modernidad. Desde mediados del siglo xx la complementó a nivel más capilar la cultura estadounidense. En las últimas décadas las distintas áreas culturales fueron recreando estos legados, y formas que originariamente pertenecían exclusivamente a ese legado euronorteamericano —como la novela, el teatro, la música de concierto, el ensayo filosófico o la cinematografía— encontraron intérpretes y creadores en las más diversas latitudes. La cultura de fines del siglo xx se hizo de este modo ecuménica, cosmopolita y policéntrica. Es sobre todo multicultural.

En este entorno ha cobrado presencia nuestra área civilizacional representada por los setecientos millones de latinoamericanos, cifra que incluye las minorías y diásporas en Norteamérica y Europa. Constituyen un conjunto peculiar, entre los más extendidos geográficamente y que hace dos siglos se debate entre las formas más sofisticadas de la modernidad y variopintas manifestaciones de los más distintos pasados. De unas y otros ha extraído una producción cultural consolidada y extensa. Hace unas décadas se descubrió el fenómeno literario que para bien o para mal se denominó el Boom, y se tradujeron por primera vez a los idiomas del mundo sus creaciones. Hoy ya no se trata solamente de narrativa o poesía: también la producción plástica, musical, cinematográfica y científica ha entrado en los grandes circuitos.

Ha podido hacerlo porque las contradicciones que siempre conocimos son cada vez más la realidad cotidiana en las más diversas latitudes y otorgan a nuestra región un carácter pionero que no compensa nuestros problemas pero les ofrece un consuelo.