Nada es tan grave como parece

Daniel Kahneman

No te creas a ti mismo. Es el principio fundamental de la felicidad. Por supuesto, para que esto sea posible es necesario haber desarrollado un ego sano, es decir, un nivel de autoconocimiento que nos haya permitido dejar de depender de los demás para sentirnos bien.

Mientras sigamos tratando de alimentarnos emocionalmente del reconocimiento ajeno, en busca de lo que todos deseamos más que nada: amor, nuestra alma vivirá en la inanición; el ego, un insatisfecho crónico sin la guía de aquella, nos torturará constantemente con su avidez y, aún peor, estaremos a merced del caótico vaivén de emociones que, buenas o malas, no nos permiten entrar en control de lo único que realmente podemos controlar en la vida: a nosotros mismos.

El estado interno de dependencia de los otros para saber que somos valiosos y dignos de ser amados es consecuencia de un proceso de madurez inacabado, obstruido por pensamientos y emociones anclados a nuestra infancia, que siguen guiando nuestras conductas y actitudes.

Estamos, todos, en mayor o menor medida, conducidos por la creencia infantil de que nuestra felicidad, seguridad y tranquilidad deben provenir de otros, como sí debía haber sucedido cuando éramos niños, pero, evidentemente, no ocurrió, dejándonos carencias y heridas que tratamos constantemente de llenar y sanar durante nuestra vida adulta, pero con el pensamiento y la emoción del niño.

Así, le creemos a esos pensamientos y emociones que de primera instancia surgieron en nosotros ante los hechos dolorosos de nuestra niñez, dependiendo de nuestra sensibilidad personal, pero también de lo aprendido en la familia, que suele arrastrar creencias falsas por generaciones.

No hacemos una revisión profunda de lo que hay guardado en el “closet” de nuestra psique, y seguimos reviviendo constantemente los cadáveres emocionales. Eso es lo que hace que nuestras energías estén estancadas, impidiéndonos no solo lograr nuestras aspiraciones, sino incluso tenerlas.

A partir de una primaria emoción sin gestionar, podemos enredar toda nuestra vida, solo porque creemos que eso que sentimos es una verdad inamovible. Suele suceder cuando nos enamoramos: sublimamos las cualidades del ser amado y no vemos sus defectos. Cuando se acaba ese estado emocional culpamos al otro, por dejar de ser aquella persona de la que nos prendamos, la cual solo existía en nuestra imaginación, producto de una alteración de la química cerebral, similar a una narcosis, que puede durar entre 3 meses y 3 años, según los expertos en el tema.

No se nos ocurre pensar que construimos una ficción a partir de lo que sentimos. Igual pasa cuando odiamos a alguien: solo vemos sus defectos y los magnificamos. Sus virtudes quedan ocultas. Al paso del tiempo, cuando mengua el sentimiento de animadversión y nos damos cuenta que la persona no es como creíamos, pensamos que “ha cambiado para bien”, cuando en realidad muchas de las cualidades que hoy le reconocemos ya estaban ahí.

Las emociones son siempre pasajeras. Es su naturaleza. No llegan para quedarse ni mucho menos nos definen. Vienen y van si se los permitimos, pero generalmente nos aferramos a ellas, tanto a las buenas como a las malas; por tanto, las convertimos en nuestra verdad, lo que, en cualquiera de los casos, genera siempre sufrimiento: bien porque no puedo reproducir nuevamente las que deseo volver a sentir, como porque no puedo hacer que se vayan las que no quiero experimentar. Tratar de reprimir o evadir éstas últimas, en particular, nos roba toda la energía de vida.

Aquí el ejemplo: cuando nuestro principal miedo de la niñez es la soledad, convertimos la frustrante búsqueda de compañía en el motor de nuestra vida, sin percatarnos de que nuestro sufrimiento no tiene nada que ver con la falta de acompañamiento en el presente, sino con una ausencia del pasado que es irremediable.

Así pues, saque los cadáveres del clóset y deshágase de ellos, para que pueda pensar y sentir con toda libertad.

delasfuentesopina@gmail.com

@F_DeLasFuentes