En 2012, con todo el empuje del “efecto Peña Nieto”, el PRI obtuvo el 31.9 % de los votos para la Cámara de Diputados. En 2015, ese porcentaje bajó a 30.7%—si tomamos en cuenta que los casos Ayotzinapa y “Casa Blanca” fueron 9 y 7 meses antes, respectivamente, el resultado no fue tan negativo como se esperaba—.

Para 2018, con un Peña Nieto muy débil en términos de aprobación (24% según Mitofsky), la votación del PRI para la Cámara Baja cayó a 16.5%. Y el 6 de junio de 2021, el porcentaje de votos que obtuvo para San Lázaro fue de 17.7%.

En otras palabras: a nivel federal—sin contar el voto presidencial en 2012 y 2018 que, en mi opinión, distorsiona el tamaño real del voto “duro”—, el voto priista parece estancado entre un 16-18% desde hace tres años. Además, desde 2018 ha perdido gubernaturas de forma sostenida. En cuestión de meses, el tricolor tan solo gobernará Oaxaca, Hidalgo, Coahuila y su bastión histórico, el Estado de México, cuando antes de la elección de 2018 era gobierno en 14 entidades.

Hoy por hoy, el juego para el PRI se llama “supervivencia”. De aquí a 2024 tiene que mantener la mayor cantidad de espacios posible si quiere romper ese techo de 16-18% que hoy tiene. Formar parte de la coalición “Va por México” con PAN y PRD le sirvió al tricolor en términos legislativos, ya que pasará de tener 45 diputados en 2018-2021, a tener alrededor de 71 en la Legislatura 2021-2024.

Al final del día, el PRI debe pensar qué va a hacer en el largo plazo. Muchos hablan de una refundación que incluya un nuevo nombre, nuevos mecanismos de organización interna y de toma de decisiones, y un nuevo programa ideológico que lo cargue la izquierda, a la derecha, o bien, que lo afiance en el “centro móvil” que hoy ocupa. Otros dicen que cambiarle el nombre sería un error mercadológico monumental, y piden solo reformas muy específicas.

Sea cuál sea el método, el PRI necesita una nueva “épica”; un nuevo relato que explique por qué es necesario para México. Y no puede ser el viejo discurso de “el PRI creó las grandes instituciones del siglo XX”, porque, aunque sea en parte cierto, está muy gastado. El PRI debe ver al futuro con optimismo e iniciativa.

Una forma en la que el PRI puede transformar su relato es constituyéndose, en lo nacional y lo local, en una “fábrica” de propuestas atractivas, sensatas, y que generen debate mediático. Que se posicione como el principal centro de generación de políticas públicas a nivel nacional. Un partido-think tank que, sin descuidar las tareas de organización territorial segmentada e hipersegmentada que demanda la política moderna, vaya resignificando la palabra “proponer”.

Para cerrar, un ejemplo: imagínense que el PRI, cada trimestre—por decir un periodo—, presenta una serie de propuestas a defender y promover en todo México desde sus comités estatales y municipales; sus bancadas legislativas; y su Comité Ejecutivo Nacional. Temas como medioambiente, mujeres, regulación laboral, protección a la niñez, combate a la pandemia, anticorrupción, educación, etc., podrían ser asociados al PRI con frecuencia si se empieza a utilizar al partido como una “gran red social” que crea y difunde propuestas.

La inversión interna tendría que ser importante, ya que se necesitaría, primero, un numeroso equipo de economistas, politólogos, abogados, y varios expertos en áreas específicas; segundo, un equipo interno de marketing para evaluar permanentemente cuáles propuestas son las más rentables en términos electorales; y tercero, que el equipo de comunicación del PRI empaque y presente esas propuestas con base en las recomendaciones que haga el equipo de marketing.

En los últimos años, el PRI ha estado más enfocado en sobrevivir que en proponer y direccionar la agenda pública. Se entiende, pero ya no es momento de bajar la cabeza. De aquí a 2024, el partido repunta… o termina por convertirse en un grupúsculo poco relevante. El PRI está entrando a la curva más peligrosa de la carrera.

@AlonsoTamez

LEG