Ya no arden los coches en los barrios más selectos de París, se desvanecieron las nubes de gas lacrimógeno, quedaron borradas las huellas de la destrucción en un sinfín de comercios, restaurantes y avenidas. De momento -puede que se trate tan sólo de una tregua navideña- se ve aplacada la rabia de los chalecos amarillos, ese grupo variopinto nacido en las redes sociales de la Francia periférica desamparada por la globalización, pero hay que dejar claro que ya nada será igual en el paisaje político-social del país.

Las escenas de violencia extrema de la furia amarilla anti Macron, y sobre todo el apoyo popular masivo a la revuelta, hicieron que el muy impopular Presidente entonara su mea culpa y cediera a las principales reivindicaciones: el aumento del salario mínimo, la rebaja de impuestos para los jubilados y la anulación de la tasa al combustible, misma con la que el joven mandatario -líder mundial de la lucha contra el cambio climático- quería incentivar la transición ecológica. Las medidas anunciadas de apaciguamiento tienen un costo gigantesco: 15 mil millones de dólares. A la factura “amarilla” habrá que agregar al menos 12 mil millones de indemnizaciones por bloqueos de carreteras, accesos a comercios o cancelaciones de reservaciones hoteleras, sin olvidar los gastos en las medidas extremas de seguridad implementadas.

Los chalecos amarillos, carentes de estructura, sin un liderazgo identificado, “ni de derecha ni de izquierda” -al igual que su enemigo más acérrimo, Emmanuel Macron- consiguieron en poco más de un mes que lo que no lograron en un año y medio ni las centrales sindicales más poderosas del país ni todos los partidos de oposición juntos.

¿Se acuerdan de aquel mayo de 2017, cuando el joven y dinámico europeísta Macron recibía aplausos del llamado mundo libre por su espectacular victoria electoral que contuvo el auge de la extrema derecha de Marine Le Pen? Los elogios le llovían: “cosmopolita”, “culto”, “el Kennedy francés”, “el salvador de Europa y del planeta Tierra amenazado por el calentamiento global”… Hoy, el mandatario galo gobierna con… 19% de aprobación.

Macron, que se ganó el calificativo de “Júpiter” -el poderoso dios romano-, no pensó que millones y millones de sus conciudadanos estaban más preocupados por cómo llegar a fin de mes que por las predicciones del fin del mundo al que llevaría el uso del diésel, ese diésel que desató la peor crisis del mandato macroniano. Lo que encendió el ardor amarillo fue justamente la subida del impuesto al diésel para acelerar la transición ecológica. La Francia periférica de las zonas rurales no puede subsistir sin el vehículo, lo usa para ir a trabajar, llevar los niños a la escuela o visitar al médico. No le alcanza no sólo para comprarse un coche nuevo “cero emisiones”, no le alcanza para vivir dignamente.

Donald Trump se frota las manos, también la Italia de Salvini, la Austria de Sebastian Kurz y tantos otros países acostumbrados a recibir lecciones de democracia y derechos humanos de París, hoy francamente decaído. ¿Dónde está la autoridad del Presidente de Francia y su influencia internacional?