En la casa de la familia Peláez sólo se respiraba México. Aprendimos a crecer con Cri-Cri en aquella España de la dictadura de Franco, donde resultaba imposible que llegara algo de fuera. Pero mi padre, don Joaquín Peláez, siempre traía maletas desde México cargadas de sorpresas, una detrás de otra; una magia que no tenía límites. En esas maletas que traía mi padre descubrimos a México.

Llegaron los discos de vinilo de Pedro Infante y Jorge Negrete, de Lola Beltrán y José Alfredo Jiménez. También las imitaciones de las máscaras del Santo o de Markus. Esa lámpara maravillosa que eran aquellas maletas venían cargadas de regalos, de fotografías de murales empapados de la realidad de Siqueiros o de la revolución social de Diego Rivera; de la pintura viva y cansada de Frida Kahlo o del realismo social de Orozco. Porque aquellas maletas eran murales con un interior infinito, tan profundo que se hacían fuentes inagotables de sentimientos.

En la casa de la familia Peláez se respiraba por la piel al país de los aztecas pidiendo, por favor, que no dejara de respirar porque en cada bocanada había vidas que hacían de motor para aprehender la conciencia de México.

Entonces el joven Alberto se marchó a trabajar, cruzando el charco de miles de kilómetros para llegar a México, la tierra a la que amaría para siempre.

Aquel país le abrió sus puertas y le convirtió en uno de sus 130 millones de hijos. Entonces se enamoró, se enamoró de verdad, oliendo sus flores, tocando su tierra, impregnándose de una cultura que arraigó como propia, bebiendo de las venas de ríos caudalosos y de arterias cuya sangre viajaba vigorosa dentro de los hermanos mexicanos, haciendo de ellos algo único, entendiendo que ser mexicano es el proemio de una filosofía de vida, es un privilegio que sólo los mexicanos tenemos.

Y entonces conoció a una mexicana a la que convertiría en su mujer y que le dio dos hijos mexicanos y españoles, haciendo un credo de aquella perfecta conjunción.

Han pasado 20 años desde que aquellos dos jóvenes se casaron e hicieron una unión que perdura y perdurará como su añoranza por México.

Cada día que se levanta lo sigue recordando y lo hace con nostalgia, con ese punto de melancolía que hace que el mariachi siga sonando como si se tratara de una música de fondo que perdura en el tiempo.

México es mucho más grande que sus problemas, más poderoso que sus pecados. Pisar mi tierra me emociona, supone un reto para compartir esa dignidad que tiene todo ser humano.

Comienza un momento nuevo para México, un momento que nos dice que avancemos y no miremos atrás, y nos pide que lo hagamos todos juntos para que México siga siendo tan grande como sus raíces.

En la casa de la familia Peláez hemos hecho un credo del avance por México.