“El comentario más incisivo sobre la política actual es la indiferencia. Cuando los hombres y las mujeres comienzan a sentir que las elecciones y las legislaturas no importan mucho, que la política es un ejercicio distante y sin importancia, el reformador bien podría plantearse algunas dudas (…) La indiferencia es una crítica que corta debajo de oposiciones y disputas al poner en tela de juicio el propio método político. Líderes en asuntos públicos reconocen esto. Saben que ningún ataque es tan desastroso como el silencio, que ninguna invectiva es tan explosiva como la sonrisa sabia e indulgente de las personas a las que no les importa”. Este es un fragmento de “Un prefacio a la política”, escrito hace más de 100 años por el intelectual estadounidense, Walter Lippmann (1889-1974). Es actual hasta los huesos.

Excluyo de esta crítica a aquellos mexicanos en situación de vulnerabilidad alimentaria y/o económica: ese 7.6 % de la población que aún vive en pobreza extrema –tres o más carencias sociales; ingreso tan bajo que no puede adquirir los nutrientes necesarios–, y ese 43.6 % en situación de pobreza –al menos una carencia social; ingreso insuficiente para necesidades alimentarias y no alimentarias– (CONEVAL, 2016). A ellos les hemos fallado, y no podemos exigirles adhesión automática e irrestricta a un proceso político y a una “democracia” que no pone comida en sus platos ni educación de calidad en sus cabezas.

Este corto reproche, más bien, va a esos integrantes de las clases medias y altas que, teniendo lo básico, no se ocupan ni preocupan de los procesos políticos, como esta elección presidencial –ya no digamos elecciones locales–. Este segmento existe y dinamita con su silencio y su sonrisa indulgente el esquema democrático que nos ha tomado 40 años de sangre, sudor, saliva, suela y cientos de miles de millones de pesos para instituciones y partidos. Todos conocemos algún miembro: con techo sobre su cabeza y televisor en su sala, no vieron ni verán ninguno de los debates presidenciales; no irán a votar; desprecian por igual la política responsable y la irresponsable –o no saben distinguirla–; meten a todos los políticos en una canasta; y no se informan –por acción u omisión– mínimamente.

Según el diccionario estadounidense MerriamWebster, la raíz griega de la palabra “idiota”, y propiamente el adjetivo griego “idios”, significa “uno mismo” o “privado”. En esta línea, el sustantivo derivado “idiōtēs” se traduce como “persona privada”, ya que un “idiōtēs” era una persona fuera de la esfera pública; este aspecto, con el tiempo, llevó el concepto hacia los terrenos de “ignorante” y “hombre común”. Un “idiota”, pues, era quien solo se interesaba en asuntos personales y un tanto frívolos, y no en los colectivos e inherentemente políticos.

Si bien parte de las libertades es la opción de elegir no elegir, esta no es la óptima para un sistema en ciernes como el mexicano; cada persona que elige no elegir es un ladrillo que no se puso. No debemos dejar que este segmento crezca –y esto implica revalorar ese nuevo individualismo de estratos medios y altos que parece estar creciendo en Occidente, pero ese es otro tema–. Si conoces a un idiota, llévalo a votar –o, hasta el 20 de junio, a la reimpresión de su credencial–; mándale los debates en Youtube; facilítale, sin llegar al acoso o a la restricción, información diversa para que escoja en libertad. Convertir idiotas en ciudadanos proactivos es un servicio sencillo pero valioso que podemos darle a México.

@AlonsoTamez