El semblante del presidente Mariano Rajoy era serio. Pisaba con firmeza cuando el fin de semana convocó a los medios para explicar que la gestión de la autonomía de Cataluña pasaba directamente a Madrid. Era la aplicación del famoso y controvertido artículo 155 de la Constitución española.

 

Su rictus estaba más afilado; las cuencas de sus ojos, más hundidas. Era lógico. Se trataba de la primera vez que se aplicaba un artículo de unas características que podían convertirse en una auténtica bomba.

 

El Gobierno del Presidente catalán, Carles Puigdemont, quedaba inhabilitado y todo el control iba a caer en el Gobierno Central. Y era ahí en donde iba a golpear más. Porque ya no hablamos de temas políticos ni jurídicos, que también. Estamos hablando de sentimientos.

 

Hay muchos catalanes, cada vez más, que se sienten catalanes y no españoles. Esta idea del nacionalismo catalán es relativamente nueva. Hace 20 años no llegaba ni a 10% de la población catalana que quería separarse de España. Pero los desaires de los Gobiernos de Madrid, especialmente el de Mariano Rajoy, la corrupción política y la reflexión económica que golpeó a toda España durante la última década hicieron que cada vez más los ciudadanos catalanes abrazaran la idea del independentismo. Y ahí es donde termina la política y comienza el sentimiento. En la política se puede mandar; en los sentimientos no. Porque forman parte del alma, de la esencia del ser humano.

 

La gestión de Cataluña desde Madrid es para restablecer la legalidad. La inhabilitación del Presidente catalán es por desobediencia permanente a la Constitución Española. Eso tiene que quedar muy claro. A nadie, absolutamente a nadie, se le encarcela o se le inhabilita por lo que piensa. En España no existen presos políticos. Y no existen porque, entre otros motivos, van en contra de la propia Carta Magna. Es relevante señalar este matiz porque es el que marca la diferencia entre un Estado dictatorial y otro democrático donde prima el Estado de Derecho.

 

Pero el Presidente catalán y todos sus adláteres juegan a la ambigüedad sacando pecho con que hay presos políticos y con que el Estado español les ha usurpado su autogobierno. Ellos saben bien que no es cierto.

 

Pero el sentimiento de pensarse catalán es distinto. Muchos ciudadanos independentistas de Cataluña no entienden la destitución de su Presidente, de los secretarios. Tampoco entienden que sea el Gobierno Central el que controle la gestión de la Comunidad Autónoma Catalana y que el Parlamento catalán deje de existir. Por ahí no van a pasar.

 

Las calles en Cataluña están en plena efervescencia. Gran parte de los ciudadanos no van a permitir que sea el Gobierno Central el que funja como “su” nuevo gobierno.

 

Ahora que inhabiliten al Presidente catalán y al resto de autoridades independentistas, muy probablemente se atrincheren en sus despachos con miles de personas que les apoyarán. Y, ¿entonces qué pasará? ¿Cómo les sacarán de sus despachos? ¿Podría entrar la Policía Nacional o la Guardia Civil a detenerlos teniendo a miles de personas como “escudos humanos”? ¿Cómo lo harán?

 

Nos hemos metido en una espiral que puede convertirse en un callejón sin salida.

 

 

 

caem