Si fuera posible viajar en el tiempo, un partido que serviría para explicar no sólo a los pioneros futbolistas de inicios de Siglo Veinte, sino incluso a los ya celebérrimos en plenos años setenta, en lo que se iba a convertir esta actividad.

 

 
Por su frenetismo, por sus emociones, por su dominio alternado, por su taquicardia y tensión, por la capacidad de cada uno de los actores de jugar la pelota, por las intervenciones espectaculares de los porteros, por la sobrenatural dimensión y capacidad de determinación de Lionel Messi, por la incomprensión de ver a un equipo diezmado por una expulsión, que solidario, arrojado, ambicioso, olvidó que el empate (por como fue, ya milagroso) le servía de maravilla y dejó su arco abandonado a falta de diez segundos para el silbatazo final.

 

 
Tan maravillosa partida pudo ser rematada de cualquier manera, pero no con la tristemente más esperable: la simplificación de hablar del arbitraje, siempre del arbitraje, a perpetuidad del arbitraje.

 

 
Resultó evidente el penalti birlado al Madrid, tanto como los líos con las tarjetas rojas (la de Casemiro que debió ser y no fue, la de Marcelo que pudo ser, la de Ramos que no correspondía y sí salió), aunque limitarnos a eso es dejar de dimensionar el grado de sublimación que puede alcanzar este deporte, la genuina esencia de un clásico, puestos en escena el domingo.

 

 
Quizá por eso la liga española, en su dicotomía madridista-blaugrana, es tan diferente a la inglesa: porque, Mourinho al margen, el tema central en las islas británicas no suele estacionarse en quién es más robado y quién más beneficiado; puestos al análisis, tan generosos suelen ser los silbantes lo mismo con Barça como con Madrid, aunque al hablar de árbitros, más bien se habla de complejos y paranoias: concentrarse en el otro, agobiarse antes por él que por uno mismo, desearle el mal, no lograr contener la rabia que suscitan los colores del acérrimo rival.

 

 
En el fondo, y por vueltas que le demos, el Barcelona ganó porque contaba (vaya privilegio, como desde hace más de una década, como desde hace 500 goles) con un superlativo Lionel Messi; al tiempo, el Madrid cayó porque en el último estertor fue más su fiebre de ganar que de no perder: dos argumentos que reforzarían el uso de este partido como ejemplo de en lo que se convirtió nuestro juego, si es que pudiésemos regresar en el tiempo y reproducirlo ante los atónitos ojos de quienes pensaban que ya lo efectuaban bajo parámetros inalcanzables.

 

 
Y, sin embargo, se continuará hablando de los árbitros, víctimas colaterales de un deporte que los ha dejado muy superados; víctimas, además, de una rivalidad –política, social, histórica, deportiva– que convierte cada una de sus decisiones en una bomba de relojería.

 

 
Twitter/albertolati

Las opiniones expresadas por los columnistas son independientes y no reflejan necesariamente el punto de vista de 24 HORAS.