La cuenta regresiva para Dilma Rousseff avanza en forma acelerada después de la humillante derrota sufrida en la Cámara de Diputados, donde se aprobó por mayoría el impeachment o “juicio político” para destituirla.

 

Michel Temer, su vicepresidente y eventual sucesor, se frota las manos a la espera de poner las manos sobre el bastón presidencial para ocupar el puesto que dejaría vacante en el Palacio de Planalto de Brasilia, diseñado por el genial arquitecto Oscar Niemeyer.

 

Sin embargo, pocos creen que Temer tenga los tamaños suficientes para hacer frente a la crisis política en curso.

 

Por 367 votos a favor y 137 en contra, Rousseff perdió la partida a la que había apostado todo su menguado capital político disponible. Hoy casi nadie da un centavo por ella y son muy pocos los que dudan que logre echar atrás en el Senado la decisión para poder recuperar el timón del gobierno.

 

El Senado deberá recibir las actas de la resolución y tendría de plazo el mes de mayo para decretar la licencia obligatoria de hasta seis meses de Rousseff, quien seguiría siendo Presidenta, pero sin funciones. Nada de lo que haga en ese corto período será considerado sólido o válido, es decir, se convertirá en una especie de presidenta fantasma cobrando la mitad del salario, aunque residiendo en el Palacio de Alvorada, equivalente a Los Pinos en México.

 

En la Cámara Alta, la cámara acusadora, deberá crear una comisión especial que tendrá 10 días para emitir un dictamen acerca de la recomendación de la Cámara Baja. La ratificación del juicio político se deberá aprobar por mayoría simple, al menos 41 votos sobre 81 legisladores, sin que haya una fecha prevista para ello.

 

Rousseff tendría entonces que dejar el cargo por un término máximo de 180 días, durante los cuales sería juzgada y tendrá prohibido presentarse como candidata a cualquier cargo durante ocho años. En el interregno, el Poder Ejecutivo quedaría a cargo del vicepresidente Temer.

 

De hecho, dos semanas antes de aprobarse el juicio político contra Rousseff, un juez de la Suprema Corte dictaminó que el Congreso debe abrir procedimientos de destitución contra Michel Temer.

 

Al igual que Dilma, acusada de haber “cocinado los libros” para ocultar un creciente déficit presupuestario, lo que ella niega firmemente, se cree que Temer podría enfrentar los mismos cargos de manipulación contable que de los que se le acusa a la Presidenta, aunque los analistas consideran remotas las probabilidades de que Temer sea destituido.

 

Eventualmente, si fuera destituido Temer, dejaría al presidente de la Cámara, Eduardo Cunha, tercero en la línea de sucesión, como futuro mandatario.

 

Pero Brasil se parece cada vez más a la “casa del jabonero” pues Cunha ha sido acusado de lavado de dinero y corrupción en el caso Petrobras y podría ser llevado a juicio en cualquier momento.

 

Ahora Temer, a quien se atribuye ser la mente maestra que ideó toda la compleja trama que desembocó en el proceso de desafuero de Dilma, deberá librar su propia batalla para evitar él mismo ser objeto de un proceso similar, pues “el que a hierro mata a hierro muere”, como reza el dicho popular. La paradoja es que Brasil se dispone a transitar por una especie de limbo, donde la Presidenta a punto de ser destituida es un verdadero “cadáver político”, mientras que quien la sucedería es un hombre cuestionado -68% de los brasileños dicen que un gobierno futuro encabezado por el vice sería malo o pésimo, según una encuesta de Datafolha- sin carisma, y para muchos incapaz de sacar a Brasil de la postración y de la imagen que ha dejado la ola de escándalos de corrupción en el país más poblado de América Latina. Lo peor de todo es que ahora hasta se duda que la nación sea capaz de organizar los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro en agosto de este año, pues a todo lo anterior se agrega la epidemia de Zika.