Cuando el gobierno de Marcelo Ebrard tuvo la ocurrencia de recibir 10 millones de dólares a cambio de colocar la estatua del dictador Heydar Aliyev en la esquina de paseo de la Reforma y Gandhi, la reacción de la opinión pública, aunque tardía, ocurrió. (Lamentablemente la opinión pública mexicana no se ha despojado del rasgo etnocéntrico que le ha caracterizado, por lo que no hay interés por conocer la historia política contemporánea del mundo.) La estatua del genocida de Azerbaiyán fue desterrada y almacenada en una bodega en Azcapotzalco. No sería raro que muy pronto podamos observar al gemelo metálico de Aliyev en una casa de subastas o en una mansión barroca de algún narcotraficante. Las externalidades positivas que arrojó la inversión del gobierno de Azerbaiyán es que actualmente el lugar donde estuvo la réplica de Aliyev es muy agradable desde el ángulo estético: banquitas, arbolitos, caminitos y una cafetería circundantes a los museos de Arte Moderno y Tamayo en la Ciudad de México. Sin embargo, el trueque fue erróneo desde el ángulo político.

 

La principal característica del pragmatismo es la desmemoria voluntaria.

 

Hoy sería inaudito rendirle tributo al presidente turco Recep Tayyip Erdogan (quien por cierto ya visitó México en febrero de 2015, y forma parte del club virtual llamado MIKTA, conformado por México, Indonesia, Corea del Sur y Australia) o a Nicolás Maduro; tampoco podría recibir el gobierno del presidente Peña Nieto con alfombra roja al egipcio Abdelfatah Al-Sisi.

 

El gobierno de Erdogan está señalado de participar en el mercado negro o terrorista de petróleo con el Estado Islámico al igual de cerrar los ojos ante los crímenes cometidos por los yihadistas (en territorio turco) contra los kurdos. Nicolás Maduro ha encubierto violaciones a los derechos humanos en contra de sus rivales políticos mientras que el general Al-Sisi pasará a la historia por haber derrocado al único presidente egipcio electo en las urnas.

 

La historia diplomática está llena de decepciones, o si se prefiere, la política es el cementerio de la moral. El presidente francés Jacques Chirac descorchaba botellas de Petrus con el dictador libio Muamar el Gadafi; Ronald Reagan colaboró estratégicamente con Sadam Husein en su lucha contra Irán. El español Mariano Rajoy realizó una visita de cortesía al dictador de Guinea Ecuatorial, Teodoro Obiang. Y así, los ejemplos de batallas entre la política y la moral abundan.

 

La entrega de la Orden del Águila Azteca al rey de Arabia Saudita, Salman bin Abdulaziz Al Saud es errónea desde el ángulo político. No se trata de una crítica ultramontana en un terreno prohibitivo para el paso de la moral. Se trata de no desvincular la política de la diplomacia y de no devaluar la condecoración.

 

Al desvincular la política de la diplomacia nos queda una visita estrictamente de negocios. Es la primera gira internacional del presidente Peña carente de rasgos políticos. Es una buena noticia que la inversión internacional en México pueda proyectarse al futuro de forma positiva gracias a la contribución de Arabia Saudita; sin embargo, el subsecretario de Relaciones Exteriores Carlos de Icaza tuvo que haberle prevenido al presidente Peña la probable transferencia de mala imagen saudí por la decisión de otorgarle la Orden del Águila Azteca a un personaje que permite e incentiva la violación de derechos humanos en su país. No sólo a la mujer la subyugan con reglas prehistóricas, también la casa real saudí ha incentivado y promocionado al wahabismo, una ideología que cree que la pureza del islam está en la aplicación de la sharia (ley sagrada). Para nadie son extraños los vínculos entre el gobierno saudí con los terroristas del Estado Islámico.

 

Lo mejor era haber enviado a Riad a Francisco González, de ProMéxico, para pactar la alianza comercial. Y el ganador del Águila Azteca es… ¿perdón?