Las series de televisión se han convertido en una especie de transmodernos noticieros globales. Dramas que “informan” y divierten; guiones que endulzan las conversaciones durante el café laboral o la mesa familiar.

 

Hemos transitado de la sociedad del espectáculo dilatada (Debord) a la emoción en tiempo real de las redes sociales. ¿Para qué aburrirse en la atmósfera de un noticiero si la serie de televisión está hecha para ser reseñada en 140 caracteres?

 

Carrie Mathison y Nicholas Brody (Homeland) argumentan al estilo Foreign Affairs o Le Monde Diplomatique la presencia de Estados Unidos en Oriente Medio y la insurrección yihadista en el planeta. Carrie es de las pocas agentes de la CIA que generan admiración y empatía, y Nicholas es un militar estadunidense convertido al islam producto de un shock cultural al que se enfrenta durante una misión. Como si se tratara de un guion negro y maestro de Patricia Highsmith, ambos protagonistas intercambian rasgos de antihéroes a lo largo de la serie. Sus comportamientos bipolares entusiasman a sus fans. Temporada dos revela éxito. Temporada tres, catártica. La cuatro vincula a Pakistán con terroristas. La cinco, no París pero sí Berlín como sede del terror. Algo parecido está sucediendo con el dilema que en alguna ocasión planteó Lipovetsky: anteriormente los hijos intentaban parecerse a sus padres, en la posmodernidad fueron los padres quienes intentaban imitar a sus hijos. Hoy, en la transmodernidad, la realidad toma prestados a los protagonistas de las series de televisión.

 

Así le ocurre a Walter White, creación de Vince Gilligan en Breaking Bad. Una serie híper esteticista en la que un bondadoso profesor de química se mete al laberinto del narcotráfico al enterarse que tiene un tumor en el pulmón. De la bondad salta al crimen bajo la premisa en la que el dinero es el medio y no el fin, sin embargo, el antiheroísmo lo detona un cambio radical de la premisa: el dinero es el fin y no el medio. Los fans permanecen leales con el débil ante la “justicia”; el anémico frente al monstruo de la injusticia. Disparar o no disparar, es la cuestión.

 

De las series de televisión saltan los estudios de mercado y el marketing a la carta. Una audiencia global aspiracionista y ociosa (derrochando su tiempo en el uso de redes sociales) va asimilando e interiorizando las nuevas reglas de la venganza alternativa en contra del establishment. Como si se tratara de una atmósfera de un videojuego, la sociedad se enfrenta al dilema: ¿Creer en políticos inmorales o en antihéroes que actúan bajo premisas sociales?

 

De manera conjunta, la obsesión por comunicar a través de las redes sociales ha generado una nueva Constitución oclocrática que consiste en articular leyes a la medida del comportamiento de cada persona. La ley soy yo.

 

Desde las redes sociales el carpintero puede enjuiciar a Barack Obama; el cantautor dedicarle una canción a Cristiano Ronaldo; el humorista se convierte en periodista; y Sean Penn en presentador de noticias. El documental como nueva pieza de ficción.

 

En México, la banalización del mal siempre ha terminado en telenovela; la de la política siempre en espectáculo. Son las reglas del marketing, competir sin atributos exige una buena estrategia de espectáculo. Hoy, los medios de comunicación lo saben. Son ellos los que han dinamitado sus códigos deontológicos al intentar convertir a periodistas en estrellas del mainstream. El experimento es tan malo que los consumidores de pantallas buscan la información en series de televisión.

 

Lo relevante del trío Chapo, Penn y Del Castillo es que la actriz ya fue sometida a un juicio moral antes de que ocurra un suceso legal. Así son los habitantes de las redes morales del tiempo real. Nueva temporada de Breaking Bad.