La “economía colaborativa,” que propone plataformas de matching entre la oferta y la demanda, ha crecido durante este año a pasos agigantados y lo va a seguir haciendo durante los próximos años. Gracias a la tecnología, como la que usan Uber, Wesmartpark o Airbnb, se pueden rentabilizar recursos que antes permanecían ociosos.

 

Por ejemplo, pensar en el uso que se pudiera hacer del auto cuando uno no lo utiliza, o lo mismo de una plaza de garaje se asienta bajo el fenómeno llamado uberización y que no es una moda pasajera. Las posibilidades que ofrece la tecnología lo ha convertido en una tendencia de masas. Internet permite al usuario entrar en contacto de una manera muy rápida y flexible con otros consumidores que están dispuestos a cedernos sus bienes durante una parte de su tiempo, algo impensable en una economía convencional donde el capitalismo nos invitaba a que cada persona tuviera sus bienes para su uso privativo. Ahora, encontramos una curva de oferta y demanda donde existen proveedores que ofrecen productos y una demanda que paga por ellos, y la tecnología facilita el contacto entre ellos.

 

uber_app

 

En esta economía colaborativa hay productos y servicios que antes no estaban en el mercado. El caso más claro es el de Uber, de ahí el nombre de uberización. Antes, para poder tener un taxi hacía falta tener la licencia, homologar la unidad, equiparla, y ahora con internet las personas se ponen de acuerdo para moverse de un sitio a otro ganando por ambas partes: más barato para la persona que necesita trasladarse, y sacar provecho de un bien que puede estar inutilizado durante cierto tiempo para cualquier usuario. Este problema siempre ha exisistido, pero no existía la plataforma para que de manera libre cada quien disponga de sus bienes como le convenga. Algunos le llaman un problema informacional el hecho de que hasta ahora no se haya podido llevar a cabo esta transacción.

 

Internet ha introducido nuevas maneras de estar en contacto con los demás y se ha pasado de compartir en las redes sociales emociones, pensamientos, palabras a cosas materiales como la casa, el coche. Incluso algunos canjean habilidades y destrezas basadas evidentemente en relaciones de confianza: colgar unos cuadros, tocar un instrumento, o una ayuda para hacer la declaración de la renta. Algunos pudieran pensar que esto siempre ha existido en los anuncios clasificados, que también van más allá de caerse bien o hacer un favor, sino en sacar partido de algo que se tiene. En la economía colaborativa, las relaciones de confianza son aún mayores pues uno se “arriesga” a un servicio o producto que no tiene el aval de una garantía tradicional. Ahora, la garantía la dan los propios usuarios con los comentarios positivos o negativos que dejan no sólo en las redes sociales sino en sitios especializados para ello, como lo son los peer review system. Así, la reputación en línea puede encumbrar o hacer caer en picada a una marca.

 

Lo que la tecnología ha traido son nuevos modelos de negocio que amenazan a otros tradicionales, y que surgen como start up donde la inversión en muchas ocasiones no es elevada y llega a desestabilizar todo un sector, como ha ocurrido con Uber y los taxistas. En algunos países como en España los tribunales ya lo han prohibido. Por otro lado, muchos usuarios de estos servicios de economía colaborativa piden que no se restrinja la oferta, que en este nuevo espacio de libertad cada cual es responsable de elegir un servicio de alojamiento tradicional como un hotel o intercambiar la casa con otro particular. La ley tiene un reto y un difícil papel. Su argumento para restringir estas iniciativas es que busca proteger a los consumidores, pero éstos ya no desean un Estado tan paternalista que lo único que consigue es tener una oferta más escasa y pocas posibilidades de elección. Si los tribunales ceden ante los sectores tradicionales se alejarán más de los ciudadanos.