Hay diversos sondeos que miden el grado de credibilidad y respeto que guardan las instituciones públicas y privadas dentro de la sociedad; también existen estudios que ponderan el grado de admiración que detenta una marca frente a los consumidores, y bueno, hay infinidad de rankings que miden la importancia y reputación de las compañías que conforman a la comunidad empresarial mexicana.

 

Sin embargo, es raro toparse con estudios públicos que ponderen el grado de empatía (amor u odio) que el consumidor siente hacia un gremio empresarial específico y lo muestre en una clasificación comparativa. Sería interesante conocer más, sobre todo porque así el consumidor contaría con herramientas concretas para presionar a las cámaras u órganos a repensar el comportamiento del sector que representan, a la vez que las empresas contarían con datos duros de su rubro para basar con más cuidado sus planes.

 

Entre los sectores más cuestionados, qué duda cabe, destacaría el bancario. Para muchos mexicanos, los bancos son sinónimo de mezquindad y mal servicio. Amén de que el simple hecho de ser banquero ya lleva consigo el discutible estereotipo social de ser rico y cobrador, lo cierto es que, por lo menos desde que se revendieron a mediados de la década pasada, los bancos han hecho muy poco por establecer una relación más amable con sus clientes.

 

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No me detendré a analizar, como ya se ha hecho hasta la saciedad en otros medios, las tasas o los onerosos costos de comisiones que los bancos mexicanos cargan en comparación con otros países, ni tampoco creo que tenga caso señalar el reducido apoyo que le brindan a las empresas emergentes; no obstante, sí considero pertinente comentar el poco interés que el gremio bancario -representado por la Asociación de Bancos de México (ABM)- ha desdoblado para mitigar la animadversión de la sociedad. Su manejo de imagen no sólo ha sido pobre y errático, sino que evidencia deficiencias estructurales que bien podrían generarles pérdidas considerables en el futuro mediato.

 

Hace algunos días, Javier Arrigunaga Gómez del Campo dejó la dirección general de Grupo Financiero Banamex, a raíz de los efectos en la institución del fraude cometido por Oceanografía. Arrigunaga renunció también a la Presidencia de la ABM, cargo que ocupaba desde 2013. La salida, sorpresiva para un sector donde los ejecutivos casi nunca rinden cuentas por sus desaseos, les abre una puerta de oportunidad a los banqueros. Se comienza a dibujar un ambiente de mayor exigencia hacia las empresas en materia de Responsabilidad Social Empresarial (RSE).

 

Esto implica, forzosamente, una comunicación más transparente y cercana con el consumidor y sus inquietudes. No importa si ganan premios por sus programas sociales, poseen fundaciones, donan millones al Teletón o destinan más recursos al programa Bécalos, si los bancos no se ponen las pilas para establecer una nueva clase de relación con su stakeholder principal – sus clientes- no pueden denominarse como socialmente responsables.

 

¿No sería una buena idea mercadotécnica establecer una seria estrategia de imagen que, además de acercar más al gremio con sus consumidores, desactive la posible tentación populista de legitimar restricciones a la banca? Los banqueros agremiados en la ABM han decidido, por consenso, proponer a Luis Robles Miaja, cabeza del grupo financiero BBVA Bancomer, para que los encabece interinamente al menos por cinco meses. De salir todo conforme a lo pactado, la elección de Miaja se concretaría este 15 de octubre. El interinato constituye una coyuntura ideal para que los banqueros reflexionen en torno a cómo desean ser percibidos por una sociedad que los percibe con desconfianza creciente. Finalmente, como lo demuestra la caída de Arrigunaga, nadie es invulnerable.

 

No importa si ganan premios por sus programas sociales, poseen fundaciones, donan millones al Teletón o destinan más recursos al programa Bécalos, si los bancos no se ponen las pilas para establecer una nueva relación con sus clientes, no pueden denominarse como socialmente responsables