RÍO DE JANEIRO.– Son dos las Argentinas que están presentes en la toma albiceleste de Río de Janeiro. Y están representadas en el éxodo de y hacia la estación de metro que se llama Cardenal Arcoverde y que es la más cercana a los principales hoteles turísticos del área de la playa de Copacabana, en donde se rentan los departamentos para turistas más caros (junto con el área de Ipanema) y donde está el Fan Fest de la FIFA.

 

Decenas de miles de argentinos están en esta ciudad porque literalmente como dice una de sus canciones, tomaron Río. Al menos, lo tomaron con su entusiasmo, con sus camisetas, con sus ganas de que quede muy claro quiénes son, de cuál barrio o ciudad vienen, a qué hinchada específica pertenecen.

 

La mayor concentración de visitantes albicelestes está en el Sambódromo, donde hay centenares de vehículos, no sólo camiones, sino autos, la mayoría pequeños como un chevy, el camión refrigerador de una carnicería y un autobús urbano de Buenos Aires, que cubre la ruta de Morones. Luis y Ernesto estaban reunidos viendo el primer juego de Argentina en el Mundial cuando, se miraron: “¿nos vamos?” “¡Vámonos!”. Desmontaron los asientos del camión para poder habilitar espacio para dormir y diez amigos emprendieron la aventura de seis días de viaje.

 

Otros procedentes de Tigre, una localidad que pertenece al Gran Buenos Aires, estaban reunidos debajo de la grada del Sambódromo. Vienen sin un peso, y están vendiendo “lo que sea” para poder sobrevivir. Ese lo que sea es mariguana que consiguieron después de explorar varias de las favelas de la ciudad, en donde son tratados como “hermanos argentinos” por brasileños con armas largas, según relatan. Cocinan lo que llaman tortas fritas, algo así como buñuelos salados, muy buenos, que comparten con los reporteros, con tal desapego y solidaridad, como la que han encontrado otros argentinos como Antonia, quien perdió el vuelo, se quedó sin dinero y se queda con ellos, “haciendo la plata”. Ellos son responsables al menos en una pequeña parte del extendido olor a mota que invade el área del Fan Fest abierta, a donde no está controlado el acceso. Aunque también en el área cerrada, por aquí y por allá, se quema sin discreción.

 

El éxodo de ida y vuelta muestra la división de la sociedad. Porque los boletos para el partido están en 4 mil dólares. Se compran por todas partes. En una Loja (Tienda) del Flamengo, a  dos cuadras del Fan Fest había boletos, pero se terminaron. Ahora el encargado de la caja envía a los que preguntan a una casa de cambio dos cuadras más allá, en la Avenida Nuestra Señora de Copacabana.

 

Al Fan Fest de la FIFA, en el que se calcula que asistieron unas 50 mil personas, llegan los argentinos que viajaron hasta acá sin ninguna posibilidad ni sueños de entrar al estadio. Son aficionados de a pie, con camisetas viejas, piratas casi todas, sucias porque no hay cómo lavarlas. Llegan a Copacabana cargando hieleras llenas de cervezas que compraron a 1.30 reales en el súper mercado, porque en la zona turística una cerveza no cuesta menos de cinco, y puede llegar hasta los 7 reales, unos 48 pesos. Y son los que cantan, saltan en el vagón de tren sin riesgo de provocarle desgaste ondulatorio, dudando de la virilidad de un alemán de dos metros que los mira con una sonrisa por la que no se sabe bien si les entiende o no.

 

Los otros son los que abandonan Copacabana hacia el metro, y toman el tren en sentido contrario, en el que va a Maracaná. Nadie puede acercarse a un radio de cuatro kilómetros, nadie puede desembarcar en las tres estaciones que rodean al estadio si no tiene un boleto, uno de esos de 4 mil dólares, en la mano. Así que no sorprende que los que van allá sean pequeños grupos de tres o cuatro personas, mujeres y niños (porque en sentido contrario se ve a una mujer por cada 30 hombres y prácticamente ni un solo niño), todos con camisetas limpitas y originales, relojes caros, ropa y lentes oscuros de marca. Y en silencio. Sólo se aminan, de cuando en cuando coinciden con alguna ruidosa barra.

 

De vuelta en el Sambódromo Luis, que ha venido manejando su autobús desde Buenos Aires explica que él y sus amigos y los miles de argentinos que comparten el pan ahí, probablemente nunca podrán volver a ver a Argentina en la final, así que da lo mismo, están ahí para hacer fuerza y no importa nada si al final resultan campeones o no, ellos van a festejar el lujo de haber podido estar al menos, en la misma ciudad en la que ocurrió, porque esa banda quilombera, no lo deja, no lo deja de apoyar.