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Agosto concluyó con la muerte del poeta Seamus Heaney (Premio Nóbel de Literatura 1995). Las últimas palabras que dirigió a su esposa, “Noli temiri” (No tengas miedo), no deben sorprender. En sus poemas, Heaney nos recuerda una y otra vez que sin muerte no hay vida. Su poema Cosecha de zarzamoras comienza con el deleite de un niño que se dispone a cosechar las primeras zarzamoras de la temporada:

A finales de agosto, una semana de chubascos y sol

anunciaba que las zarzamoras darían sazón.

Primero, sólo una, como un coágulo morado y lustroso

entre otras, rojas y verdes, duras como nudos.

Te comías ésa y su carne era dulce

como un vino robusto: contenía la sangre del verano,

que dejaba manchas sobre la lengua y deseo por

la cosecha.

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Desde el inicio del poema, las palabras de Heaney anuncian el final: comienza a finales de agosto; las zarzamoras maduras parecen coágulos de sangre; el sentimiento que predomina es el deseo, por naturaleza, pasajero. Con cada verso el motivo central del poema se vuelve patente: el paso de la vida a la muerte es inevitable. Y así, tras saborear las primeras zarzamoras de la temporada, el protagonista del poema se encuentra ante la putrefacción:

 

Guardábamos las moras frescas en la vaqueriza.

Pero cuando la tina estaba llena, encontramos un terciopelo,

un hongo gris rata, que se devoraba nuestras delicias.

Y además el jugo apestaba. Una vez cosechada,

la fruta se fermentaba, su carne dulce tornada amarga.

Me daban ganas de llorar. No era justo

Que tan hermosa abundancia oliera a podredumbre.

Cada año rogaba que se conservaran. Sabía que no sería así.

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En la última estrofa, el poeta es implacable: el rojo fresco de las dulces zarzamoras da paso al gris rata de los hongos y al amargo olor a podredumbre. Pero en su brutalidad yace su esperanza. Aunque el protagonista enfrentará la misma desilusión cada año, experimentará también el placer de esa primera zarzamora, dulce y espesa. En el final, se encuentra el principio. Descanse en paz, Seamus Heaney.