México tiene hoy 29 millones de jóvenes entre 15 y 29 años: es la generación del milenio. De ellos, sólo 25% tienen acceso a la universidad; 14.6 millones presentan rezago educativo y 1.3 millones están desempleados. De los ocupados, 7.8 millones trabajan en actividades poco calificadas. Los que están fuera del sistema educativo o laboral son presas fáciles del crimen organizado.

A pesar de su peso demográfico y electoral son el gran tema pendiente de la política pública. Fueron fundamentales en la campaña presidencial con su #yosoy132. Desde el 1 de diciembre, ese movimiento mutó y grupos dispersos retan al poder y a los medios de manera fugaz y sin constancia con distintos grados de violencia.

 

Sin embargo, esta generación es todavía un enigma. Son un futuro que nadie, ni gobiernos ni sociedad, entienden con claridad. Por su diversidad y rápida transformación, se le considera la última generación que podrá analizarse en bloque. El dilema no es exclusivo de México. La revista Time dedica su artículo de portada, escrito por Joel Stein, a analizar el comportamiento de esta generación. Los califica de narcisos y flojos pero con potencial para transformar al mundo.

 

El autor se concentra en EU, pero asevera que, por la intensidad del uso de las redes, hay muchas similitudes entre países. El análisis es útil para entender lo que enfrentamos, por lo que retomo algunos de los elementos ahí descritos.

 

Stein los describe como una generación narcisista. Hay más jóvenes de entre 18 y 29 años que viven con sus padres que con una pareja y sólo 60% de los menores de 23 años aspiran a un trabajo con grandes responsabilidades, contra 80% de la generación anterior.

 

No se le considera una generación de quiebre sino de consolidación. Aprovecha lo generado por sus padres con una visión renovada. Ellos prefieren las experiencias a las cosas materiales.

 

Son amables, optimistas y tolerantes; abrazan al sistema pero viven bajo mucha presión social; interactúan todo el día pero a través de una pantalla. El teléfono es su vida pero no lo usan para hablar.

 

Son buenos negociadores de sus contratos de trabajo porque saben venderse: desde los 14 años definen una personalidad (lo que antes sucedía a los 30) para sobresalir en redes. Inflan su perfil de Facebook. Sin embargo, son cautelosos en sus decisiones laborales por el exceso de opciones nuevas de trabajo.

 

Esta generación tiene una mística más abierta: sus papás son sus cuates no sus enemigos, platican con ellos, comparten gustos. Tienen poca empatía con el malestar ajeno y buscan relacionarse con hombres de negocios y celebridades pero no los idolatran. No son religiosos pero creen en dios. Su mantra es retar lo convencional, y encontrar una mejor manera de hacer las cosas. La revolución informática los empoderó y les permite competir con las corporaciones: son hackers, blogueros, diseñadores de apps.

 

Su mundo es democrático, no hay líderes. Esto explica en parte porque movimientos como el Occupy Wall Street o el #yosoy132 son más efímeros. Se transforman rápidamente.

 

Hay diferencias en la juventud mexicana pero en esencia, el reto a las estructuras convencionales es la misma: tecnología y energía. Entenderlos facilita el diseño de políticas públicas. Si el mundo formal no se apura, el informal se los apropia, por la utilidad de sus conocimientos. Si se aprovechan, sus características son ideales para transformar el estatus quo. Potenciados, son ellos los que podrán, por fin, romper el paradigma de la oligopólica economía mexicana.