James Arthur Baldwin es una figura medianamente olvidada en la historia cultural de la comunidad afro-americana, denostemos al gran público, por simple razón de la complejidad de su pensamiento. Siempre reconoció la nobleza de Martin Luther King, por ejemplo, pero no por eso distrajo su admiración por la firmeza “muscular” de Malcom X. Abogaba por las causas revolucionarias de las Panteras Negras, pero lo hacía desde París y abrazado de un europeo blanco y decadente como lo era Jean Genet. Cuando se le imputaba el mote de “luchador por los Derechos Civiles”, contestaba molesto que él simple y llanamente era un ciudadano que peleaba por lo más elemental y, si acaso sucedía algo con la comunidad negra de los Estados Unidos, era una simple y llana “rebelión de los esclavos”. Nunca, pues, concedió una idea sencilla. Nunca la regaló a sus lectores.

 

Pero buscamos reivindicarlo porque Baldwin fue, aunque parezca inverosímil, la primera carta fuerte para que la raza negra, atrapada de alguna forma en las fronteras de Occidente, tuviera una primera figura del lado “intelectual”. Sin el esfuerzo y la fortaleza moral del escritor neoyorquino, la lucha por la igualdad racial en los Estados Unidos hubiera sido una perdida entre el idealismo religioso de Luther King y el radicalismo de apariencias separatistas de Malcolm X; Baldwin, en este contexto, fue el ideólogo de una larga reflexión en torno a la marginalidad y su naturaleza en el mundo industrializado contemporáneo, que siempre midió tanto a una bondad romántica como a una violencia revolucionaria como meras ilusiones.

 

Esto, quizá, porque vivió desde muy joven soledades sociales por todos los frentes: no solo era un negro padeciendo las horrendas realidades de la segregación blanca; también era un homosexual debilitado por el conservadurismo estadounidense, mismo que lo llevó a un exilio temprano y a convertirse  en una de las figuras más radicales, mediatizadas y malentendidas de su época.

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Sus novelas y ensayos, rubros que le volvieron famoso, trascienden la lógica de un solo aspecto de la marginalidad para reflexionar en torno al fenómeno puro. Así, El cuarto de Giovanni, escrito en 1948, está estelarizado por mujeres y hombres, blancos y negros, que disfrutan de una sexualidad multidimensional palpable durante todo el relato; en todo caso, es la condición solitaria del individuo que desafía los límites sociales y morales, o que simple y llanamente busca encontrarse con la justicia, en donde Baldwin recalca sus objetivos ideológicos, no en la raza en sí o en una condición de sexualidad.

 

Esta valentía e inteligencia lo dotó de muchos frutos. Por un lado, fue el primero de los líderes de la lucha por los Derechos Civiles (y aquí parece me contradigo) en ser citado por un Presidente de los Estados Unidos; Baldwin y una comitiva elegida por él fueron a cenar al departamento de Robert Kennedy en Manhattan, en donde el propio JFK los recibió para escuchar razones sobre la importancia de la lucha librada; aunque los resultados fueron aparentemente deprimentes y desesperanzadores, la acción dejó precedentes evidentes.

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En otro sentido, el valor de la protesta informada lo convirtieron en una suerte de gurú para los grandes iniciados: Martin Luther King se refería a él como “el hombre que me ha regalado una guía intelectual a todo mi pensamiento”, Malcolm X asumió de los consejos de Baldwin su condición de anonimato y ambos escribieron extensamente de la vida y obra del otro; Nina Simone fue introducida por Baldwin a luchar por la igualdad desde el exilio en París, e incluso Elijah Muhammad, líder de la Nación del Islam, cuestionó su propia fe cuando Baldwin le respondió: “¿Yo? ¿En qué creo yo? En nadie. En nada. Yo soy un escritor. Me gusta hacer las cosas por mí mismo”.

 

Porque esa soledad e independencia era la que hacía de Baldwin, más que un  instigador de un movimiento masivo, un líder moral y enigmático tan variado como los propios lineamientos de este texto; claro ejemplo de ello es que el escritor al que nos referimos hasta llegó a colaborar con el afamado fotógrafo Richard Avedon, con quien había estudiado la preparatoria, en un libro destacado de fotografías y textos sobre Nueva York; es decir, el ánimo por lo multidisciplinario y la consciencia de hasta qué punto llevar su ideología marcaron siempre el cuerpo de su obra.

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Esta condición es verdaderamente extraña para una figura mítica de su embergadura; estamos acostumbrados los lectores de la historia cultural contemporánea a entender los filamentos de una mente conforme a una sola cosa o una serie de intereses reducidos, pero no a una que extienda el límite de los intereses comúnes (Baldwin, además de su condición marginal de marginales, estaba muy interesado en la botánica, por ejemplo) a través de formatos igualmente variados (del ensayo al teatro, a la poesía al activismo político).

 

Así, el legado de Baldwin, fundamentado en el ya citado El cuarto de Giovanni, pero sobre todo en Notas de un hijo nativo, es incalculable no solo para la comunidad afro-americana en los Estados Unidos, sino para el universo entero de los esfuerzos intelectuales y literarios. Ahí el dato interesante: una figura que trasciende en verdad las razones por las que es una figura para una comunidad determinada.

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Esto da cierta luz a la naturaleza propia de la cultura afro-americana o, en todo caso, de su consciencia y visión hacia adentro: ¿hay una distinción seria y profunda entre el trabajo de, digamos, un Malcolm X, una Rosa Parks o Martin Luther King? Sería interesante analizar hasta qué punto sus fuerzas aparentemente distintas lograron un impacto, en realidad, unidireccional: casos como el de Ghandi dejan la figura de su lucha inmediata por la concepción de un bien mayor (la paz), meintras que la comunidad de la que hablamos, por alguna razón extraña y difícil de desglozar, ha sumergido a sus ídolos en el fango de, primero y antes que nada, el interés de su propia causa.

 

No es gratuito, entonces, que Toni Morrison, premio Nobel de Literatura, haya dicho de Baldwin: “Fuiste siempre mi guía y la serás de todo. Más que compartir un tono de piel, compartiste con todos la posibilidad de cororarnos. Nos diste una corona. Ahora es solo tiempo de usarla”. Es decir, Baldwin dio la posibilidad de cierta emancipación y lógica libertaria a una suerte de gremio de nuevos reyes que, sin poder mirar hacia delante, acabaron por coronarse a sí mismos.

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Sin embargo, con Baldwin la cosa fue siempre distinta. Quizá por eso no ha trascendido tanto en la imágenes públicas del movimiento por los Derechos Civiles o la causa afro-americana: ahí, en el rincón del que siempre fue parte, habían muchas preocupaciones además de la de los tonos de piel, todas relacionadas, antes que nada, con el interés por liberar la consciencia humana.

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