Entré a la catedral de Brasilia acompañado de una amiga. Yo me puse en un extremo y ella en el otro. Podíamos platicar perfectamente por su diseño elipsoidal. Después de haber visitado tantas catedrales mexicanas y varias latinoamericanas, la de Brasilia tenía una atmósfera muy distinta. Se veía moderna, su entrada era como si estuviera arribando a una estación del metro.

 

La catedral de Brasilia es uno de los símbolos de esa ciudad perfectamente planeada, inhumanamente vivida, fría pero a la vez espectacular. Su autor, Oscar Niemeyer fue uno de los principales arquitectos de la capital brasileña. Para bien y para mal.

 

Junto a mi hotel, otro hotel prácticamente igual. Siempre que queríamos ir a comer, estuve allí 5 noches, debíamos tomar taxi. Sólo en una ocasión caminamos una o dos calles a un hotel cercano, también muy similar al mío.

 

Una mañana tuve oportunidad de visitar la ciudad. Me eché una larga caminata desde la zona hotelera, cruzando las enormes avenidas y los gigantescos jardines hasta llegar al Congreso y al Panteón de la patria. Brasilia muestra una monumentalidad impresionante, pero la explanada de los ministerios es completamente fría. 200 metros de ancho y más de un kilómetro de largo, casi sin árboles, sin bancas, sin sombra, sólo pasto seco. Los ministerios igualitos, uno tras otro.

 

El nombre de Óscar Niemeyer está plasmado por doquier. Cada pieza arquitectónica de Niemeyer es única, es bella, pero hay que verla como una obra de arte aislada. En la medida que se vincula con la ciudad se deteriora. No hay ciudad o es distante. La ciudad la hace la gente. En Brasilia no hay gente. Hay objetos.

 

Brasilia surgió como parte de una tendencia internacional a planear las ciudades milimétricamente. Vista desde el cielo parece un gran avión. A nivel de tierra puede tener lugares muy agradables, pero las distancias no corresponden a una escala humana.

 

Otro gran arquitecto, Le Corbusier, ejerce influencia mundial. Empieza a plantear ciudades planeadas integralmente, pero a costa de ignorar cualquier pasado desordenado. Brasilia es el engendro perfecto. Brasil se inventa una nueva capital y entre el urbanista Lúcio Costa y Óscar Niemeyer se plantean una urbe monumental en la que cada cosa tiene su lugar. Una coreografía de edificios.

 

Cinco décadas después, el traslado de su capital ha salido carísimo a Brasil; Sao Paulo y Río de Janeiro siguen concentrando la mayor actividad, y Brasilia no es más la ciudad modelo. Con la muerte de Niemeyer, nos quedan obras bellísimas, pero también muere el sueño de planear las ciudades desde el escritorio.

 

Hay que entender a las ciudades como son. Sitios vivos y espontáneos, reflejo de su gente; nunca al revés. A la monumentalidad de la arquitectura de Niemeyer le faltó eso, espontaneidad, gente, ciudad.