Hace casi 48 horas, México tiene tres presidentes. Uno en funciones plenas, cuyo auto-celebratorio relato sexenal conoceremos mañana. Otro, elegido por votación directa, universal y secreta cuyo periodo constitucional de seis años –llueva o truene– comenzará el primero de septiembre.

 

Pero, además, por las calles circula un personaje propio de nuestra idiosincrasia, mezcla de Susanito Peñafiel y Nicolás Zúñiga y Miranda.

 

Hasta la fecha ostenta el título de Presidente Legítimo. Ha renegado de los dos anteriores y ha convocado una y otra vez a colmar con sus devotos la Plaza de la Constitución (de Cádiz), en tanto crece su negativa crónica a aceptar los dictados de la otra Constitución (la de México).

 

En el análisis de todo este circo no necesita nadie demasiado tiempo. Andrés Manuel ha construido una personalidad política oscilante entre la barricada y el discurso legalista. Incumple plenamente ambas. Tan célebres como sus batallas son sus retiradas. Ya se trate de caminos tabasqueños para bloquear instalaciones petroleras o la Plaza Mayor de la Ciudad de México.

 

Pero tenemos también tres discursos. El del presente, el del futuro y el del vacío.

 

El más visible y (a fin de cuentas) fallido, el de Felipe Calderón, quien desde la agónica Presidencia trata de mostrar pruebas triunfales ante el fracaso de su lucha contra la delincuencia organizada. La pieza central en la conformación de su estrategia fue siempre, con la bendición de los Estados Unidos, la transformación ética y funcional de las policías nacionales. No pudo. Su momento culminante en el equívoco fue la PFP para cuyo reclutamiento y operación no faltaron ni recursos ni teorías y aun así sigue siendo un desastre nacional.

 

La PFP, en manos de quien la lleva, exhibe lo mismo a sus agentes en una balacera homicida entre grupos para disputarse un alijo de drogas a plena luz del día en el aeropuerto de la Ciudad de México, o para secuestrar y extorsionar o para acribillar una camioneta de espías gringos en el solitario paraje de Huitzilac sin nadie para explicar nada de manera convincente.

 

Sólo quedan los balbuceos de la procuradora Marisela Morales, perdida en un mar de ignorancia o de encubrimiento.

 

Pero, a pesar de ello, el discurso presidencial, en los spots del adiós, nos habla de cómo estamos dispuestos a dejar el alma en el empeño. Unos dejan el alma, otros dejan el pellejo.

 

Junto a ese discurso está el de Enrique Peña Nieto, quien tiene mucho a su favor. Vive en el mundo de las ofertas y las promesas. Nadie le podrá exigir nada sino hasta el dos de diciembre. Antes, sólo se le piden decoro, previsión y buenas maneras; llamados a la concordia y esbozos convincentes de sus intenciones mientras la rabia de los inconformes se resuelve en “yo soy #132 pretextos”.

 

Pero Peña ofrece adelantos legislativos en pos de las anheladas reformas sustanciales. Como estos, por ejemplo:

 

“Para avanzar en la agenda legislativa, en las siguientes semanas entregaré las iniciativas de reformas para crear la Comisión Nacional Anticorrupción, para fortalecer la transparencia en estados y municipios y crear una instancia que supervise la contratación de publicidad gubernamental en medios de comunicación.

 

“Estaré atento a las deliberaciones de los legisladores en estas materias.

 

“Los próximos meses dedicaré tiempo para planear y definir las acciones que permitan la concreción del proyecto que ofrecí en mi campaña.

 

“México tendrá una Presidencia moderna, responsable, abierta a la crítica, dispuesta a escuchar y a tomar en cuenta a todos los mexicanos”.

 

Inclusión, modernidad, convocatoria comunitaria. Bellas palabras cuyo cumplimiento le daría la razón a los 19 millones de mexicanos cuyos sufragios sentaron (o sentarán pronto) a Enrique Peña Nieto en esa silla embrujada cuyo influjo enloquece a los hombres, según dijo Emiliano Zapata.

 

Pero el número más original y en ocasiones el más llamativo, en el programa político es sin duda el otro discurso: el de la sacra desobediencia y el honroso sentido contrario.

 

No importa si Enrique peña Nieto ha sido felicitado por la mayoría de los gobiernos del mundo.

No lo reconozco.

No cuenta si los órganos constitucionales le han confirmado su victoria electoral.

No lo reconozco.

No significa nada la firma propia en un documento de admisión de los resultados de la elección.

No lo reconozco.

Aquí, el pugnaz y peleonero Andrés Manuel, se parece (quizá sin conocerlo) a Walt Whitman en su célebre poema “Song to myself”. Me celebro y me canto a mí mismo… no terminaré mi canto hasta que muera.

 

“Que se callen ahora las escuelas y los credos.

“Atrás. A su sitio.

“Sé cuál es su misión y no la olvidaré;

“que nadie la olvide.”

 

Esto nos ha dicho:

 

“Informo que no puedo aceptar el fallo del tribunal electoral, que ha declarado válida la elección presidencial. Las elecciones no fueron ni limpias ni libres ni auténticas.

 

“En consecuencia, no voy a reconocer un poder ilegítimo surgido de la compra del voto y de otras violaciones graves a la Constitución y a las leyes…

 

“…La desobediencia civil es un honroso deber cuando se aplica contra los ladrones de la esperanza y de la felicidad del pueblo”.

 

En esas condiciones valdría recordar cuáles son los orígenes de esta nueva etapa en la Honestidad valiente expresada en múltiples actos de desobediencia civil. Como todos sabemos este concepto proviene, entre otras fuentes, de aquella antiquísima Vindiciae contra tyrannos, publicada en Francia en 1579 y cuyo texto se convirtió en el cimiento de la literatura revolucionaria.

 

No se sabe con exactitud quién escribió la Vindiciae, pero se hallan pistas casi seguras para atribuírsela a uno de los compañeros de Calvino, Theorore Beza en cuyas manos estuvo el gobierno de Ginebra. La Vindiciae, “sostuvo el derecho de los magistrados inferiores, aunque no de los ciudadanos, particulares a resistir a un tirano en especial en defensa de la verdadera religión (1)”.

 

Sin embargo, la versión contemporánea de la rebeldía, proviene de un anarquista gringo llamado  Henry David Thoreau, quien en 1849 se negó a pagar un impuesto injusto: no quería contribuir con sus dólares al financiamiento de la guerra de los texanos contra México. Como no pagó, lo metieron a una celda. Un día después, sus amigos pagaron la deuda y tras heroicas 24 horas de prisión en la cárcel de Concord, lo soltaron.

 

Y en el nombre de ese concepto, el tercer presidente de México, cuyo periodo concluye el 20 de noviembre, con escasas posibilidades de reelección, nos obsequiará una actitud de resistencia frente a la cual nadie tiene derecho de “contraprotestar” ni de opinar siquiera.

 

Él, caudillo moral, no los ve, ni los oye:

 

“…Por eso, aunque nos sigan atacando, acusándonos de malos perdedores, de locos, mesiánicos, necios, enfermos de poder y otras lindezas, preferimos esos insultos a convalidar o formar parte de un régimen injusto, corrupto y de complicidades que está destruyendo a México…”

 

Pero todo esto se basa en juego sofista: la petición de principio. Si las leyes obligan, dejan de obligar cuando quien las aplica las incumple según dice quien tampoco las cumple.

 

Y así hasta la eternidad.

 

Conocer y desconocer

Durante casi un sexenio, Marcelo Ebrard desempeñó, como jefe de Gobierno del DF, un juego ridículo. Jugaba a las escondidillas para no toparse con Felipe Calderón, quien se comportaba como adulto.

 

Finalmente, Ebrard un día no tuvo más remedio y extendió la mano.

 

Como aspiraba (de dientes para afuera) a una candidatura de antemano reservada para AMLO y deseaba ofrecer un  rostro civilizado, lo fue a saludar en una ceremonia en el Museo de Antropología.

 

Esa actitud pueril no hallará repetición entre otros seguidores de Andrés. Por lo pronto, el futuro gobernador de Tabasco, Arturo Núñez, el mismo cuya sabia advertencia previó el fracaso en el tribunal en cuanto a probar la compra de cinco millones de votos y el desastre de la impugnación, ya dijo: una cosa es mi lealtad política y otra mi responsabilidad pública.

 

Reconoció y saludó (como también Graco Ramírez, en Morelos) al presidente electo, Enrique Peña Nieto. Y no se les cayó ni un gramo de legitimidad electoral ni de dignidad personal.

 

A ninguno de los dos.

 

(1)  George H. Sabine, Historia de la Teoría Política. 1963. (FCE)

 

 

 

 

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