No es cosa nueva ni existe político en el mundo ajeno a las maniobras de la imagen, pero no por frecuente deja de ser hilarante en extremo. En verdad, el problema no es el descubrimiento simbólico de un país ganador, victorioso, sino la exageración, el fallido y fácil aprovechamiento del deporte, la falsedad del entusiasmo con el cual se quiere decorar una gestión administrativa y de supuesta conducción nacional en lo social y hasta lo histórico.

 

Ese discurso podría haber sido dicho en cualquier otra ocasión. Pero en ésta la emoción se desbordó hasta grados insólitos. Pero la nube de la adversidad oscureció el cielo de la efímera alegría mexicana.

 

Indudablemente una de las más bellas canciones contemporáneas se debe al talento de Óscar Chávez. Contiene un verso en el cual se narran los estragos de la desilusión. “…la ternura se niega conmigo… la amargura me sigue y la sigo…”

 

Y eso nos pasa –como país–, con demasiada frecuencia.

 

Caminamos de tropiezo en fracaso y de emoción en desventura. Apenas encendemos los cohetes del jolgorio cuando ya se nos viene encima la lluvia del desconsuelo.

 

Así le ocurrió el miércoles al jefe de las instituciones nacionales, don Felipe Calderón. Lo digo solamente como un ejemplo, de ninguna manera como crítica desconsiderada a nuestro bien amado Primer Mandatario. Y todo nos ocurre en este camino de las ilusiones rotas y los festejos abortados, por sobredimensionar y sacar de contexto y estatura, un mediocre resultado nacional en los Juegos Olímpicos (quedar en el lugar 40 o más abajo, no es un triunfo categórico).

 

Sin embargo no es la primera vez.

 

Posiblemente el más penoso  y tragicómico de nuestros ridículos nacionales en esto de exagerar la nota (en lo bueno y en lo malo), fue en los Juegos Olímpicos de Australia 2000, cuando el entonces presidente Ernesto Zedillo –a la velocidad del sonido– rompió todas las barreras de la distancia y ya estaba pronto y presuroso con un sentido discurso de triunfo para Bernardo Segura, quien mientras hablaba por teléfono satelital con el Presidente de la República, recibía la paleta roja de la descalificación.

 

Pero el miércoles por la tarde escuchábamos estas sentidas palabras dirigidas a todos los atletas, con especial entusiasmo a los jugadores de futbol, deporte en el cual como todos sabemos, el mismísimo adalid cascarea con frecuente denuedo.

 

“Como ustedes se imaginarán, desde México, estuvimos apoyándolos con toda el alma, con todo el corazón. Y con esta actuación formidable que tuvieron, nos hicieron vibrar de emoción. Nos hicieron sentir, desde luego, muy orgullosos de todas y de todos ustedes, pero, también, muy orgullosos de ser mexicanos. Y ese palpitar mexicano se sintió todos los días, durante estas competencias olímpicas.

 

“Así que, muchas felicidades por su esfuerzo, por su entrega, por su pasión. Por haber defendido, como se los pedimos, haber defendido con gallardía nuestros colores patrios. Por haber puesto muy, muy en alto el nombre de México”.

 

Ese discurso podría haber sido dicho en cualquier otra ocasión. Pero en ésta la emoción se desbordó hasta grados insólitos, como la medalla de oro en futbol, digna de un monumento (lástima,  ya no hay tiempo para otra estela luminosa o el Balón de luz).

 

“Y eso no se puede explicar si no hay nuevo carácter y una nueva manera de hacer las cosas, una nueva visión ganadora de muchos mexicanos… nadie nos quita el orgullo de ver ondear la Bandera mexicana. Nadie nos quita la alegría, la emoción, las lágrimas, de escuchar, de cantar y de ver cantar a nuestros jugadores el Himno Nacional en el Estadio de Wembley… ustedes encarnan el México en el que creemos y que todos queremos ver, un México ganador, un México que se crece ante la adversidad, un México que no se acompleja y que supera uno a uno todos sus desafíos”.

 

Y para entonces los corazones ya se habían salido de los costillares.

 

Tanta emoción nos anunciaba el advenimiento de una nueva época. Era ocasión hasta para felicitar al muy turbio Bernardo de la Garza (por cuyas manos no pasa el futbol profesional) y también a la Federación Mexicana de Futbol; al “muy estimado Justino Compeán”, no faltaba más.

 

Pero la nube de la adversidad oscureció el cielo de la efímera alegría mexicana. No fueron estos mexicanos los mismos de la noche en el Aztecazo. El equipo de futbol de Estados Unidos con un golecito fantasioso dejó caer sobre el alma nacional, la otra verdad, como decía en aquella hermosa canción de Zitarrosa:

 

¿Quién lo empujó de golpe a la realidad?

 

¿Quién lo volvió al suburbio penoso y turbio de la niñez?

 

¿Quién le gritó en la cara: Usted no es nada, ya no es usted?

 

Pero en verdad el problema no es el descubrimiento simbólico de un país ganador, victorioso, lleno de enjundia, pundonor y todas esas palabras tan frecuentes en el lenguaje de los locutores deportivos cuya adopción resulta fácil para los discursos superficiales, sino la exageración, el fallido y fácil aprovechamiento del deporte, la falsedad del entusiasmo mimético con el cual se quiere decorar una gestión administrativa y de supuesta conducción nacional en lo social y hasta lo histórico, palabra esta –por cierto– utilizada sin ton ni son para aplicarla a cosas cuando mucho anecdóticas.

 

No es cosa nueva ni existe político en el mundo ajeno a estas maniobras de imagen, pero no por frecuente deja de ser –al menos en el caso mexicano–, hilarante en extremo.

 

Así pues:

 

“Estados Unidos derrotó por primera vez a México en la cancha del Estadio Azteca; con marcador de 1-0, Michael Orozco (79′) dio el primer festejo al equipo de Jürgen Klinsmann en casa tricolor.

 

“El resultado se da tras la conquista histórica del Tri Sub 23 de la medalla de oro en los Juegos Olímpicos Londres 2012, quienes junto a varios de los ganadores de presea en dicha justa por nuestro país recibieron un homenaje a la mitad del juego”.

 

Pero en este país se juegan otros juegos. El más peligroso de todos es el uso perverso de los mecanismos judiciales para lograr fines políticos. En ese sentido todo el proceso de impugnación electoral ordenado por Andrés Manuel a sus seguidores, ha convertido al Instituto Federal Electoral, y al tribunal respectivo, en una caja de herramientas al servicio de una causa.

 

No se trata de indagar sino de confirmar. El juego político es hacer del prejuicio la materia del juicio.

 

Por ejemplo, dice Dolores Padierna, la saliente secretaria general del PRD:

 

“… en este momento asistimos a uno de los episodios más oscuros de nuestra incipiente democracia, con la compra de millones de votos y el muy probable uso de dinero ilícito en la campaña del PRI”.

 

Si ya se ha dictado la sentencia, no tiene caso seguir en el Tribunal. Basta y sobra su palabra. No se dicen las cosas para esperar las pruebas. El sólo dicho es prueba y dogma. Mi palabra –diría José Alfredo– es la ley.

 

Se deben tener muy duras la cara y la concha para hablar de ética política (o de cualquiera); de dinero sucio en alguna campaña electoral o de simple decencia, cuando se comparten techo y lecho con René Bejarano.

 

Con esa autoridad moral, la señora Padierna ocupará por seis años el muelle sillón del Senado de la República. Pues pobre Senado y pobre República.

 

En semanas recientes grupos de vándalos autodenominados “reguetoneros” han sembrado la inquietud en zonas céntricas de la Ciudad de México. Estallan petardos, asaltan, roban; humillan y golpean. Destruyen vidrieras y torniquetes del Metro y pueblan con su desconsideración las tardes dominicales.

 

La policía cumple y los detiene. Con pétalos de rosa los granaderos los someten y los llevan a la Procuraduría. Allí se refugian en el laberinto de la burocracia judicial y salen a las pocas horas reprendidos por sus padres. A fin de cuentas nadie es castigado, no hay ejemplaridad en los casos conocidos por la autoridad desautorizada por sí misma.

 

Son jóvenes, ¿sabe usted? Pobrecitos.

 

Pero eso halaga las buenas conciencias. Los políticamente  correctos cuyo aplauso ante la liviandad de las leyes mexicanas, son quienes ahora ponen el grito en el cielo por la sentencia de dos años de prisión contra las punketas rusas Nadesha Tolokonnikova, Yekaterina Samutsevich y María Aliojina, quienes usaron el altar de la Catedral ortodoxa del Cristo Redentor para musicalmente mentarle su mamushka a  Vladimir Putin.

 

Y si hubieran hecho eso mismo, con todo y el  sugerente nombre de “Pussy Riot” para la banda punk en contra del padrecito Stalin, cómo les habría ido?