Los resultados de una encuesta de percepción pública de la ciencia en México, divulgada hace unos años, hizo levantar la ceja a más de uno: 78% de los entrevistados declaró que confiaba más en la fe que en la ciencia, mientras que 48% percibía a los científicos como “peligrosos”.

 

Tiempo atrás, los medios masivos difundían imágenes de ambientalistas que cuestionaban la responsabilidad social de industrias como la farmacéutica o la petroquímica. El entusiasmo popular por el quehacer científico que acompañó al siglo XX parecía extinguirse y los financiamientos públicos para la investigación disminuían, tanto en países desarrollados como en el resto del mundo.

 

Por otro lado, desde las universidades surgían profundos e interesantes análisis respecto de la ciencia y sus implicaciones sociales, en lo que se concibió como estudios de ciencia, tecnología y sociedad o CTS, donde las llamadas ciencias duras resultaban radicalmente cuestionadas.

 

La respuesta de los investigadores de ciencias naturales abrió un amplio debate entre ellos y los de las ciencias sociales, en lo que se conoce como La Guerra de las ciencias, que derivó, entre otras cosas, en una seria, grave y muy profunda reflexión acerca de la enorme brecha que se había producido entre las instituciones científicas, su poder y sus valores, y las sociedades, cuyo bienestar había pasado de ser el objetivo primordial del conocimiento para conformarse con un mero recurso discursivo.

 

Hoy, el intenso diálogo entre las ciencias se plantea cuestiones como: ¿Pueden las ciencias sociales generar conocimiento que nos permita entender con mayor claridad los graves problemas que amenazan tanto a la humanidad como al resto de la biodiversidad del planeta, como son epidemias, desigualdades, conflictos bélicos, cambio climático y desastres naturales? ¿Qué tan posible es que de estos conocimientos puedan derivarse mejores políticas públicas? ¿Cuál es el futuro de los científicos sociales, así como de sus campos y objetos de estudio?

 

Estas y otras interrogantes circulan, se analizan y discuten en diversos foros del Centro Histórico de la Ciudad de México, durante el 3er Congreso Nacional de Ciencias Sociales que tiene lugar en estos días, mediante conferencias, mesas redondas, exposiciones y otras actividades de difusión y comunicación pública de la importancia de las llamadas ciencias del hombre.

 

En el marco de esa fiesta del conocimiento científico social se presentó la versión en español del Informe sobre las Ciencias Sociales en el Mundo. Brechas del conocimiento, que reúne la contribución de cientos de investigadores y expertos de las más variadas disciplinas sociales, gracias a la suma de esfuerzos de instituciones como la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Cultura y la Ciencia (Unesco), el Consejo Mexicano de Ciencias Sociales (Comecso) y el Foro Consultivo Científico y Tecnológico A.C. (FCCyT).

 

El Informe plantea, además de la necesidad de una nueva agenda global para alcanzar los niveles de desarrollo y bienestar de la humanidad en su conjunto, tres aspectos muy importantes: primero, que las ciencias sociales no están respondiendo a las expectativas, trazadas a finales del siglo pasado, especialmente en la gestión social de la ciencia y la tecnología para garantizar la preservación de la paz, la erradicación de las epidemias y la eliminación del hambre y la miseria; segundo, que las enormes disparidades en las capacidades técnicas y humanas para la investigación social amenazan el desarrollo de las ciencias sociales y su aplicación justo donde más se las necesita; por último, a pesar de que se ha demostrado que apostar por la ciencia como motor del crecimiento económico es la mejor opción, algunas naciones -entre las que desgraciadamente se encuentra México- siguen sin poder dar el paso hacia la construcción de una sociedad del conocimiento y soslayan la importancia, no sólo a las ciencias sociales, sino también de las ciencias naturales. Así, no hay modo.

 

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