La reforma fiscal es vital y es lo primero, dijo ayer en una conferencia de prensa Charles Collyns, el subsecretario adjunto del Departamento del Tesoro de Estados Unidos, al comentar el cronograma de reformas que se ha impuesto el gobierno mexicano.

 

Tiene razón Collyns y aunque no está diciendo nada nuevo a lo que dicta el sentido común y a la propia discusión política que se ha dado aquí en México, plasmada en el calendario del Pacto por México, el hecho es que su declaración es un respaldo del gobierno del poderoso vecino del norte a la agenda que impulsa Enrique Peña Nieto.

 

Está muy claro que no se puede avanzar en las otras reformas, si no se acuerdan los espinosos asuntos relativos a la Hacienda Pública, comenzando por la rendición de cuentas y transparencia en el gasto público y, evidentemente, con la generación de los ingresos fiscales.

 

En esto último, de generar mayores ingresos tributarios, el planteamiento se ha concentrado, equivocadamente, en qué hacer con la tasa del IVA, con la tasa del impuesto sobre la renta, con el IETU, o con una combinación de todos ellos. Es decir, en el arreglo de la tributación de carácter federal.

 

Digo que, equivocadamente, porque se ha dejado de lado, en esta etapa, la discusión sobre los impuestos locales, especialmente el impuesto predial, que significa una enorme masa potencial de recaudación que allí está, pero que no se toca por razones de sensibilidad y conveniencia política de los gobernantes locales que no se atreven a cobrar. Y claro, con elecciones estatales encima, la discusión volverá a posponerse indefinidamente.

 

Recuerdo el asunto por una sencilla razón: Las altas expectativas que se han formado sobre la recaudación adicional que se lograría con una nueva reforma fiscal -entendida como modificaciones a las leyes del IVA y del ISR, básicamente- podrían ser bastante frustrantes. Algunos expertos, como Santiago Levy o los análisis que han dado a conocer organismos académicos y del sector privado, como el CEESP o el Centro de Estudios Espinosa Yglesias, nos dicen que con una reforma fiscal se obtendrían recursos adicionales por tres o, incluso, hasta cinco puntos porcentuales del PIB. Claro que esas cifras dependen, en buena medida, del tamaño de la reforma fiscal que se pretende y de sus posibilidades políticas para realizarla.

 

Sin embargo, otros expertos con mucho mayor realismo sobre las finanzas públicas y, quizá, con un poco de menores expectativas sobre lo que puede efectivamente ocurrir en el Congreso cuando se abra la discusión, han señalado que si la pretendida reforma fiscal alcanza una recaudación adicional de 1.5 puntos del PIB, sería una “gran reforma”. Entre otros acuerdos, esto implicaría un IVA generalizado a 16% con una canasta de alimentos y medicinas exenta, un ISR que se congela en los niveles actuales, y la desaparición de los subsidios a combustibles. Otras medidas darían recursos con menor impacto.

 

Una reforma fiscal así, daría un poco más de recursos tributarios que lo logrado en la reforma de 2007.

 

La pregunta es ¿de qué tamaño se pretende -y se puede- concretar esta reforma tributaria? Digo, para dejar de construir castillos en el aire.

 

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