El motor principal de las reformas a las leyes financieras que presentará mañana el Gobierno federal al Congreso es que la banca otorgue más y mejores créditos a la economía para apuntalar un crecimiento económico sostenido hacia los próximos años.

 

El Gobierno pretende introducir una serie de modificaciones legales para facilitar y “presionar” a la concesión de créditos desde la banca comercial y la banca de desarrollo, particularmente hacia las pequeñas y medianas empresas del país.

 

Ya veremos los detalles, pero se sabe que algunos de estos cambios legales apuntan a disminuir los costos del crédito, destrabando los engorrosos vericuetos de la ejecución de garantías y del cobro de los créditos morosos, además de reformar a la banca de desarrollo para flexibilizar y diversificar sus esquemas de concesión de créditos y garantías.

 

No hay dudas de que hace falta más y mejor crédito bancario en México. Sólo 45% de los activos bancarios se destina al crédito, una alta proporción de ese crédito (86%) se dirige a las grandes empresas y el poco crédito bancario que llega a las empresas medianas y pequeñas, Pymes, se canaliza en su enorme mayoría (77.5%) a pagar deudas, salarios e insumos; es decir, las Pymes mexicanas se dedican a sobrevivir; no a invertir para innovar y crecer.

 

No se puede negar que la baja tasa de inversión en México durante las últimas tres décadas tiene mucho que ver con la ausencia de crédito bancario en el país. Como tampoco se puede negar que esta situación de ausencia de crédito también se derivó de la quiebra generalizada de la banca durante la segunda mitad de los años noventa, y -a partir de allí- de una política financiera acomodaticia que sólo buscó la estabilidad macroeconómica, pero perdió de vista el necesario impulso de la productividad de la economía a través del sistema financiero.

 

Derivado de ello es que el Gobierno federal se convirtió en un promotor subrepticio de la estabilidad y de la rentabilidad bancaria a través del financiamiento del creciente presupuesto público. La profunda reestructuración de la deuda pública -de externa a interna, y de dólares a pesos- de las últimas dos décadas, supusieron que el Gobierno federal se convirtiera en “la gran aspiradora de los recursos internos” a través de la colocación de multimillonarios montos de deuda pública con rendimientos suficientemente atractivos como para desincentivar la toma de riesgos a través de la colocación de créditos.

 

Así, la política fiscal y financiera del Gobierno se convirtió en un obstáculo para el financiamiento de la competitividad de las cadenas productivas. A febrero pasado 28% de los activos de la banca estaban invertidos en valores, aunque esta cifra llegaba a 35% de los activos en bancos grandes como Banamex, mientras que en algunos bancos medianos la proporción alcanza 70% en Afirme, y 53% en Banregio; por mencionar algunos.

 

De allí que el incentivo al crédito bancario sí pasa por una reforma financiera que debe liberar obstáculos legales a la concesión de créditos, al fomento de la competencia bancaria, a la reducción de los costos para conceder créditos, a una profunda reestructuración del papel de una banca de desarrollo ya anquilosada y burocrática; pero, más allá de restringir y castigar a los bancos por su decisión de dónde colocar los recursos, debe ser acompañada de una política fiscal y monetaria coherentes con este propósito.

 

De otra manera, los resultados podrían ser limitados y hasta contraproducentes.

 

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