Los ojos de Daniela son expresivos; sus manos gesticulan como si tuvieran vida propia. Es una mujer muy hermosa, que no creo que llegue a los 30 años. Hace una década se casó con un judío argentino que debió tener mucha suerte, porque se llevó a una de las mujeres más hermosas y pizpiretas de toda Colombia.

 

Daniela vive en una perpendicular de Jaffa Road, una de las calles más céntricas de Jerusalén, actualmente peatonalizada.

 

Hace 15 años que no volvía a Tierra Santa, y muchas cosas han cambiado. La peatonalización de Jaffa Road es una de ellas. Antes era una calle tan caótica como ruidosa.

 

Ahí, en Jaffa Road, en el año 2001 había una pizzería. Hacía esquina en uno de los lugares más concurrido de Jerusalén. Un maldito día, la pizzería estaba repleta de gente. Mientras unos esperaban a que les despacharan las pizzas, otros las pedían como si las regalaran. No cabía ni un alma. De repente cupieron muchas. Tantas como 15. Un joven palestino detonó su cinturón bomba al grito de “Dios es grande”. El resto fue un silencio eterno, unos cuerpos desmembrados y una luz que deslumbraba. No había vírgenes esperando, sino ángeles en forma de bomberos, enfermeros y policías que llegaron para salvar el mayor número de vidas posibles.

 

Aquel indeseable acabó con la vida de 15 inocentes que no tenían que haber muerto, y menos por una religión. Daniela me enseña una placa con los nombres de los mártires. Está colocada en un costado de lo que hoy es una panadería, pero que en su día fue una de las pizzerías más conocidas de Jerusalén. Me la enseña con cierto temor.

 

-¿Sabes qué? Que Donald Trump nos apoye para que Jerusalén sea la capital de Israel también nos perjudica. Los terroristas de Hamás van a empezar a cometer sus atrocidades.

 

Y me lo dice con esos ojos tan vivos como cautos. Tampoco me extraña. Gracias a los hombres bomba, a esas detonaciones en camiones o en lugares concurridos, más de mil israelíes han perdido sus vidas en cafés o camiones de Jerusalén, Tel Aviv, Haifa y otras ciudades de Israel. Ninguno de ellos se lo merecía.

 

Las palabras de la semana pasada de Ismail Hanilla, líder de Hamás -de que había que comenzar una tercera intifada y de que vendrían días de ira-, retumbaron en los oídos de Daniela.

 

No quiere revivir el atentado de la pizzería ni el del Café París, que se encuentra en el barrio ortodoxo y que hoy es un agradable café del que sólo queda el estigma del recuerdo donde perecieron 11 personas. Y así, la joven Daniela Cohen podría seguir rememorando pesadillas que nunca debieron ocurrir.

 

La seguridad en Jerusalén es extrema. Es más discreta que la que había antes. Hay cámaras por todos lados, pero en muchos lugares están camufladas. Ya no se ve a tanto militar ni a policías por la calle. Muchos ahora visten de paisano, pero con más armas que antes. Porque Israel no puede permitirse un error y ante una agresión del terrorismo de Hamás, o las Brigadas de Al-Aqsa o Hezbolá, o la propia Al-Qaeda o todos a la vez, deben estar preparados.

 

Recuerdo la cobertura que realicé como corresponsal de guerra en los dos conflictos del Pérsico. Uno en 1990 y el otro en 2003. En los 90 era un joven tan imberbe como audaz. En la segunda no era tan joven, pero la audacia me hizo pasar momentos delicados. Tal vez por eso en mi ADN siempre vivirá aquel reportero de guerra.

 

Recuerdo en aquel entonces a la población israelí acostumbrada a acudir con serenidad a sus refugios cada vez que ululaban las sirenas. También les recuerdo cargando con sus máscaras de gas y la atropina, para inyectársela en caso de que Saddam Hussein lanzara gases indeseables. Y todos lo vivíamos con normalidad, dentro de lo ilógico de la guerra.

 

Por eso, ahora, para muchos, el hecho de que Hamás o cualquier grupo terrorista amenace por enésima vez a Israel, no forma parte más que de la propia anécdota; eso sí, no para todos. Por ejemplo, para la propia Daniela.