El día de hoy, la Ciudad de México se enfrenta al flagelo de la violencia en una de sus caras más difíciles: la relacionada con la delincuencia organizada, además de la multiplicidad de temas que desde hace décadas han venido afectando a la urbe.

 

 

Sin duda, es multifactorial el origen de esta situación: en el ámbito institucional se han dejado de realizar acciones y las estrategias han fallado en su intento por contener y reducir los niveles de inseguridad, asuntos clave para velar por este derecho; por ejemplo, revisar puntualmente una agenda sobre seguridad ciudadana, coordinar labores que reflejen en el sentir ciudadano una actitud proactiva, exigir a los mandos resultados reales, articular con todas las desconcentradas programas que se alineen y se adecuen, de acuerdo a sus necesidades, en un solo plan de acción para la ciudad, entre otros.

 

 
Otras variables que inciden, y que valdría la pena que el Poder Legislativo revisara e interviniera a fondo, son algunas particularidades del nuevo Sistema de Justicia Penal. En primer lugar, sólo se aplica prisión automática en seis delitos graves, entre los que no se encuentra la posesión de arma (sin importar el tipo de ésta). Así, los jueces liberan a quienes son detenidos con armas, por lo que éstos se encuentran en posibilidad de salir y, de inmediato, volver a delinquir.

 

 
Y es que los responsables de brindar seguridad en el país atañen el incremento de la inseguridad y el aumento en las tasas de homicidios dolosos a este hecho, lo cual a simple vista podría parecer lógico: un sistema penal que favorece la posesión de armas trae como consecuencia natural el incremento de la violencia. No obstante, sobre este tema vale la pena contrastar las acciones emprendidas por los diferentes niveles de gobierno, para descubrir que las razones obvias se desvanecen ante la limitada entrega de resultados que ya no sorprenden a la opinión pública.

 

 
La debilidad de las instituciones, en materia de seguridad, trae como resultado la falta del cumplimiento de sus funciones, así como la incapacidad de adaptación en la dinámica social que impera en la ciudad. Queda claro que ni la Policía de la Secretaría de Seguridad Pública ni la de la Procuraduría General de Justicia capitalinas tienen la voluntad ni la capacidad para mejorar las condiciones de seguridad de la ciudadanía, así lo demuestra el que al interior de sus corporaciones policiales haya un sinfín de actos de corrupción y arbitrariedades entre sus propios elementos.

 

 
El de la inseguridad es un tema muy sensible. No existen fórmulas mágicas para enfrentar al crimen, pero valdría la pena enfocar todos los esfuerzos en empoderar una estrategia definida y honesta, basada en el trabajo.

 

 
La violencia traspasa generaciones. Nuestras juventudes están convirtiéndose tanto en víctimas como en victimarios: la mayoría de las personas involucradas en hechos violentos y en delitos son jóvenes; asimismo, en el tema de narcomenudeo, jóvenes de entre 15 y 22 años se disputan el control del mercado, confrontándose con los grupos que ostentaban el poder. Igual de preocupante es el fenómeno de los llamados “niños halcones”, por mencionar sólo algunos ejemplos.

 

 
Si bien las expectativas de la juventud han cambiado, es necesario entender las expresiones de este sector de la población para pensar en las medidas de prevención más apropiadas, evitando en lo posible la exclusión, pues el sentido de pertenencia del ser humano es innato y las asociaciones delictivas aprovechan esta situación para captar su atención y voluntades.

 

 
Por ello es imperante aplicar políticas que modifiquen el comportamiento, difusión de valores, desarrollo de aptitudes para recuperar el tejido social, atender los conflictos sociales e implementar acciones que se traduzcan en programas permanentes efectivos, enfocados a esquemas escolares, grupos vulnerables y de alto riesgo.