Algo hay de enigmático en amaneceres tan tempranos como los de Moscú a mediados de junio. Quienes venimos de tierras donde no existen tan largos días de verano ni tan largas noches de invierno, algo buscamos ahí, algún mensaje oculto, cierta revelación.

Quizá, pensaba mientras rebotaban los primeros naranjas sobre el río Moscova este domingo a las tres, eso tenga que ver con una frase de Virginia Woolf que desde hace meses rebota en mi computadora buscando sentido: “Rusia, donde los atardeceres son más largos, los amaneceres menos repentinos y los enunciados a menudo se dejan inconclusos por la duda de cómo será mejor terminarlos”.

Terminar con éxito los enunciados, como los partidos, ha sido un problema ineludible cada que vamos a un Mundial: en 2014 la oración fue interrumpida por una caída de Robben, en 2010 por un gol en fuera de juego de Tévez, en 2006 por la capacidad de Maxi para convertir el ángulo en nuestra guillotina, y así al infinito.

Acaso por tantos antecedentes funestos, los mexicanos vamos a las Copas del Mundo deseando lo mejor y esperando lo peor, fatalismo en masiosare mayor. Quizá por eso, frustrado por no hallar mensajes de esperanza en las nubes, pasé a rastrearlos en las texturas del caviar rojo del desayuno, o en David Bowie que cantaba en el restaurante aquello de que todos podemos ser héroes, o más tarde en la forma de caer del abrigo de Lenin en la estatua al acceso del estadio Luzhniki: a falta de confianza en este proceso, algo que por piedad me demostrara que tenía razones para creer en los once de verde, para dejar de considerar invencibles a los campeones alemanes, para entonar “sí se puede” como afirmación y no como interrogación, para contemplar a Osorio con cariño.

Todavía, al escuchar a decenas de miles de mexicanos regodeándose en el canto de “y ya lo ven, y ya lo ven, somos locales otra vez”, experimenté cierto tipo de rabia: como si ellos, así como generaciones anteriores de ilusos tricolores, vinieran también a un Mundial condenados a llorar, como si sólo con lágrimas fuéramos capaces de escribir nuestra historia del balón.

En resumen, que perdí el tiempo apelando a nubes y caviares, en vez de hacerlo a donde debía: a la cancha, a la dirección técnica, al proyecto más vilipendiado que el Tri haya seguido. Un minuto de juego, y la declaración de intenciones estaba impresa: por personalidad y aplomo no quedaría. Otros cuantos más, y la apuesta se elevaba: por juego y talento, tampoco. Algunos más, y no podíamos dudarlo: por planteamiento táctico (sí, de Osorio), mucho menos. Aplicación, concentración, garra, velocidad, intuición, fuerza, corazón, México fue superior y Alemania padeció sabiéndolo.

Nuestra selección al fin estuvo a la altura de su público en un Mundial, lo que es mucho, muchísimo decir. Esto apenas inicia y el camino al mentado quinto partido pasa también por ser líderes de grupo, meta hoy encaminada.

Mientras esto escribo, sentado en un camión que atraviesa de nuevo el Moscova y se acerca al Kremlin, ahora cae la noche moscovita ya cerca de las once. Cuesta trabajo ordenar ideas con tantísimas interrupciones, cantos, gritos, llantos, hasta taxistas rusos con sombrero y clamores de “¡vivo el Miéksica!”. Por un momento giro a ver el largo atardecer de Virginia Woolf ansioso por una nueva certeza. Al cabo de un instante, desisto. Esta vez, podemos creer en nuestros muchachos. Esta vez, debemos dar crédito al tan golpeado Osorio. Esta vez, necesitamos separar a esta generación de las que le precedieron: hoy se lo ha ganado. Esta vez, nos equivocaremos si rogamos convicción al más allá: la certeza, al fin, esta en la cancha y viste de verde.

Twitter/albertolati

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