Kōji Yakusho como Hirayama en 'Perfect Days'.
Foto: NEON. Kōji Yakusho como Hirayama en 'Perfect Days'.  

Una relectura de La balada del café triste, aquella nouvelle de la cuentista y novelista estadounidense Carson McCullers (1917-1967), me devolvió a ese principio literario del cuentista ruso Antón Chéjov (1860-1904) acerca de no juzgar a los personajes propios, pero sobre todo a esa característica intrínseca de su oficio literario de raigambre que apelaba a no embarcarse en personajes grandilocuentes y estridentes, sino en aquellos sencillos que pasan desapercibidos, que incluso se desmoronan ante esa mirada que no se interesa en los denominados patéticos y aburridos a quienes nunca les pasa nada. Con esa idea rondando la memoria, tuve un encuentro fortuito con Perfect Days (2023), la más reciente película del cineasta alemán Wim Wenders (Düsseldorf, 1945). Entonces todo fue más claro. A todos estos falsos fantasmas Chejov les hizo un lugar en el mundo. Y Wim Wenders también.

Pero, ¿de qué se habla cuando se habla de personajes así, aparentemente invisibles? En esta película en particular, se cuenta la historia de Hirayama (Kōji Yakusho), un hombre de dócil apariencia que se dedica al muy noble oficio de limpiar baños públicos en Tokio, Japón. Pero no sólo eso, sino que se trata de un hombre de rutinas inquebrantables, acaso símiles de un ritual sagrado. Es todo un ciclo de tranquilidades apenas mutable: despertar con el sonido de una escoba barriendo la calle de fuera, recoger la bolsa de dormir, doblar la cobija, tomar la almohada y acomodar todo sobre la esquina de la inmaculada recámara, luego recomponerse y continuar con un breve ritual de limpieza que incluye cepillarse los dientes y afeitarse con una maquinilla eléctrica, sólo para después regar su pequeñísimo jardín interior, bajar después las escaleras ya con el uniforme del trabajo puesto y tomar de la pequeña repisa llaves, cartera, teléfono, cámara análoga y un puñado de monedas. Abrir la puerta y mirar al cielo para soltar el primer esbozo de sonrisa del día y un suspiro que serena. Echar dinero a la máquina dispensadora del pequeño estacionamiento para sacar una lata de café y subirse a su camioneta. Sentarse, abrir la lata y dar un trago soberbio para dejar el envase en el posavasos. Meter la llave en el automóvil y elegir el casete que tocará alguna melodía clásica. 

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Llegar al primer baño que debe ser limpiado. Hacerlo con la dedicación y el esmero con que cualquier persona trabajaría su pasión más profunda. Evitar responder a las exasperantes preguntas de su joven colega. Seguir limpiando. Disfrutar del momento del almuerzo bajo la copa de árboles que son observados con admiración honda. Tomar una fotografía de ese momento. Cruzar miradas. Volver al laburo. Terminar sin quejas la jornada laboral. Dirigirse a ese lugar de siempre a comer y beber lo de siempre. Volver a casa. Quitarse el mono y depositar la prenda indicada en el cesto de la ropa sucia. Permanecer. Antes de dormir, leer, en este momento, a William Faulkner, así hasta que el cansancio le venza. Dejar sobre el suelo el ejemplar, los anteojos y apagar la lámpara de noche. Sólo entonces soñar con clarividencia envidiable momentos que por su formato remiten a Le Livre d’image (Godard, 2018), aunque en realidad sean negativos granulados hechos en la vida real por Donata Wenders, esposa del director.

Foto: NEON.

Así transcurre el andar del apacible Hirayama en Perfect Days, –nombre que por cierto alude al himno homónimo de Lou Reed (1942-2023) incluido en Transformer (1972)–, como entregándose a la inexorable sensación y vivencia de la soledad — probablemente proveniente desde lo que sugiere ser una preocupación evidente del director alemán, o quizás no es eso y sí una revuelta en calma, sino sólo un ejercicio conmovedor que ha de funcionar con lo más mínimo en todo sentido. Acaso la pasión del viejo protagonista se muestra contraria al minimalismo imperante: la colectánea de casetes y libros es vasta. No mucho más. 

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Que aunque parece que son todos los días siempre y nunca el mismo día, hay algo que puede sorprender y entonces provocar un punto de inflexión enternecedor, ya sea por la obstinación de un melancólico muchacho enamorado de una joven que terminará, sin saberlo, embelesada con la voz inigualable de Patti Smith (Chicago, 1946), o bien por la aparición luminosa y sorpresiva de una chica que le filtra una dosis de vitalidad inesperada, o bien por un reencuentro que rápido se vuelca de la frivolidad al cariño. Siempre habrá algo por esperar.

Finalmente, o al menos casi, cualquier cosa puede ser sinónimo de reconfortamiento. Como una reflexión que apunta a lo ordinario, al presente, a la vejez, a la pausa, a abrazar las rutinas, recuperar el sentido de comunidad y continuidad. Asimismo, a entregarse al silencio y no rehuir de su naturaleza, y así pausar la abrumadora práctica de la sobreexposición del habla y el lenguaje, es decir el ruido- No por nada la apuesta del cineasta alemán se sostiene en que, y parafraseo por mala memoria, la mirada es lo principal en el lenguaje del cine. En la observación está el valor de las pequeñas cosas. 

Es así que esta especie de homenaje lejano y quizás falso a Yasujiro Ozu (1903-1963) filmado por Wim Wenders reivindica los momentos de poesía involuntaria y pura para estacionarse en el presente y así esbozar valientemente observaciones sabias de esta vida en apariencia breve. Que la próxima vez será será la próxima vez y que el ahora es el ahora. Que ahí donde parece no estar pasando nada, en realidad está sucediendo todo.