Faltan prácticamente 18 meses para que termine la administración de Andrés Manuel López Obrador si atendemos a lo que marca la Constitución.

Y es mucho menor el tiempo restante antes de que la atención política de la opinión pública gire hacia los candidatos presidenciales.

Esta realidad es una presión adicional para quien goza tanto de la omnipresencia y la omnipotencia como López Obrador, quien sin empachos se organizó el sábado pasado una concentración que lo mismo fue un acto anticipado de campaña que un foro de polarización social y básicamente fue una de las últimas oportunidades de alimentar el ego ante una plaza pública llena.

El legado que diseñó este régimen simplemente no cuajó. Las obras de infraestructura han demostrado el temor inicial de ser improductivas por su mala planeación. Aeropuerto, refinería y tren están llamados a ser fracasos sexenales.

Los programas asistencialistas están llenos de opacidad y corrupción, no hay recursos que alcancen para cubrir el crecimiento exponencial de transferencias presupuestales que se necesitarían para mantenerlos en el futuro.

Y las banderas de honestidad, austeridad y eficiencia han caído por su propio peso ante las evidencias de todo lo contrario.

El mejor legado que podría dejar López Obrador a quien le suceda en el cargo es un ambiente de confianza y estabilidad para que, al menos, la situación económica financiera no se descomponga con una crisis sexenal.

Hay presiones en las finanzas públicas que se hacen evidentes en los niveles de endeudamiento y desequilibrio fiscal. Las expectativas son que la economía crezca lo suficiente para que al final el crecimiento del sexenio sea prácticamente de cero.

La inflación, el aumento de las tasas de interés y en general las presiones financieras externas crean un ambiente adverso para los mercados emergentes que pagan las consecuencias del alto costo del dinero y pierden atractivo ante los capitales que en épocas de turbulencia corren al refugio de los bonos del Tesoro de los Estados Unidos.

Este es el ambiente que rodea este año antes de las elecciones y estos 18 meses antes del relevo de los poderes ejecutivo y legislativo.

Sin embargo, por lo que pudimos ver que hicieron en el Zócalo de la Ciudad de México, la estrategia es redoblar la apuesta del conflicto y la polarización.

Hay una creciente tensión en la relación con Estados Unidos, lo mismo en el comercio que en materia migratoria y seguridad fronteriza. Estamos al borde de pleitos en paneles del T-MEC por diferencias en la agroindustria y la energía que no pintan favorables para México.

Ha habido poco tacto de ambas partes para atender la crisis del fentanilo y eso confronta a los dos gobiernos para beneficio de los narcotraficantes.

Y las amenazas a la democracia en México son la mejor forma de espantar a los inversionistas, mexicanos y extranjeros, que pueden en cualquier momento salir despavoridos de los mercados financieros mexicanos con todas las consecuencias que ello implica.

La mejor herencia que López Obrador podría dejar a quien le suceda es un México gobernable, estable y confiable. No una tensión que, desafortunadamente, cada día parece mayor.

 

     @campossuarez