¿Qué constituye un “buen gobierno”? Esta pregunta podría volverse muy pertinente en los próximos meses, si es que se activa el proceso de revocación de mandato para marzo de 2022 (consulta que considero una clara trampa obradorista, ya que solo beneficiará al presidente López Obrador; aquí explico por qué: https://bit.ly/2VYqrN5).

La Unión Europea (https://bit.ly/3skHEwp), por ejemplo, establece una serie de principios que todo gobierno nacional o subnacional debe seguir para considerarse un “buen gobierno”.

El primero y más importante es que un gobierno garantice las condiciones para que haya elecciones democráticas, libres y frecuentes. La democracia como sistema de gobierno nos hace corresponsables del destino colectivo. Pero en específico, según el politólogo Adam Przeworski (https://bit.ly/3xP4H3x), las elecciones tienen un claro beneficio en términos de gobernabilidad: que son una alternativa pacífica para que una sociedad resuelva sus diferencias. En este sentido, el celebrar elecciones está ligado con la paz social en un territorio, ya que sin estas, las otras opciones para decidir el destino de todos son la violencia sectaria o la imposición autoritaria. Sin embargo, a la larga, ambas generan inestabilidad política. Por eso, si un gobierno federal, estatal o municipal no establece las condiciones para llevar a cabo elecciones, no puede considerarse un buen gobierno.

Un segundo principio para un “buen gobierno” es la capacidad de respuesta de la estructura gubernamental. Para esto, primero, se deben delimitar correctamente las esferas de actuación del Estado y de los particulares. Así se podrán detectar aquellas áreas de oportunidad que el Estado debe cubrir de forma eficiente y oportuna, en forma de servicios públicos universales. Ante la demanda de estos servicios, captada por una permanente comunicación ciudadano-gobierno, este debe desplegarlos a una velocidad razonable y proporcional al problema. Además, los servicios públicos, sean de tipo educativo, sanitario, alimenticio, o los relativos a comunicaciones, protección civil, seguridad ciudadana, o a las fuerzas armadas, ayudan “a desbloquear el potencial económico de las personas que los reciben mejorando sus habilidades, fortaleciendo su salud y facilitando que encuentren una ocupación” (https://urbn.is/37KTsyM). En otras palabras, los servicios públicos deben liberar al individuo del hambre, el miedo, la ignorancia y la violencia, para que este pueda forjar su propio destino.

El correcto despliegue de servicios públicos está directamente asociado a la eficiencia en el uso de recursos públicos y en la ejecución de políticas, que representan otro de los principios para el “buen gobierno”. Para ello, las políticas de Estado deben tener objetivos claros. Si un gobierno no sabe qué quiere lograr, dinero público será
desperdiciado. Por esta razón, los esquemas de auditorías internas y por parte de terceros son fundamentales para la construcción de buenos gobiernos. Negarse a ser auditado de forma periódica es, usualmente, señal de un mal gobernante. Para medirla eficiencia de un gobierno nacional, existen diversos índices que pueden funcionar como modelo para índices subnacionales. Por ejemplo, el Índice de Efectividad

Gubernamental (https://bit.ly/3mdfulQ) que publica cada año el Banco Mundial, se enfoca en cinco categorías: 1) percepciones ciudadanas sobre la calidad de los servicios públicos; 2) la calidad operativa y de formación de la burocracia; 3) el grado de independencia que el gobernante y la estructura gubernamental tienen sobre otros
poderes o grupos; 4) la capacidad para diseñar y dar seguimiento a políticas públicas de calidad; 5) y si el gobierno en cuestión tiene la credibilidad, legitimidad democrática, o fuerza política suficiente, para llevar a cabo estas políticas. La planeación siempre ha sido enemiga del dispendio, ya que este tiende a provocar inestabilidad social. Por eso, convertir cada peso de los contribuyentes en un retorno palpable no es solo una obligación moral de los buenos gobiernos; es, también, proteger la sociedad en su conjunto.

La transparencia en la toma de decisiones públicas y en el uso de recursos es también fundamental para el “buen gobierno”. La Asociación Internacional de Gestión de Ciudades y Condados (ICMA, por sus siglas en inglés; https://bit.ly/3AIWLTl), recopila algunos de los beneficios colectivos más claros de la transparencia. Se genera, por ejemplo, una mayor confianza entre gobernantes y gobernados, al tiempo que se reducen las “áreas de oportunidad” para la corrupción pública o en contubernio con el sector privado. Los ciudadanos, al familiarizarse con procesos y decisiones gubernamentales, pueden aportar ideas útiles desde su experiencia de vida o profesional, y esto puede incentivar el involucramiento general en las decisiones públicas. La transparencia también puede servir para detonar el desarrollo económico local o regional, ya que, comúnmente, empresas e inversionistas prefieren trabajar
con gobiernos transparentes que no incurren en decisiones discrecionales ni operen con favoritismos.

Adicionalmente, la transparencia funciona para evaluar el desempeño de los servidores públicos y gobernantes. Por ende, también incrementa los incentivos para hacer un buen trabajo. Al saberse observados, los políticos y
funcionarios saben que pueden ser reconocidos políticamente si, por ejemplo, eficientizan el despliegue de recursos, toman en cuenta a la población en las decisiones trascendentes, y si actúan conforme a las leyes y normas vigentes.

Esto genera un círculo virtuoso en el que la democracia genera transparencia, y esta suele generar más democracia. En palabras de Hollyer, Rosendorff y Vreeland (2011: 1202; https://bit.ly/3g7pHg5), la “competencia electoral está asociada con una mayor transparencia. A pesar de los incentivos electorales hacia la ofuscación (de información gubernamental), es más probable que los gobiernos democráticos publiquen datos relevantes (…) que las autocracias”. La apertura a la innovación es otro pilar de los buenos gobiernos. En un mundo incierto y cambiante, los gobiernos (y los parlamentos) deben poder adaptarse rápidamente a los cambios. La pandemia de COVID-19, por ejemplo, orilló a los Estados a financiar diversas vacunas experimentales que hoy protegen a cientos de
millones de personas de las variantes del coronavirus (https://bit.ly/2VXHJKL, https://bit.ly/3g3FXP0, https://on.ft.com/2VWgGyW).

La innovación también amerita una constante renovación de procesos públicos y el eficientar el despliegue de
servicios. La OCDE (https://bit.ly/3CNQ8kD) emite algunas recomendaciones para facilitar la innovación en estructuras semirrígidas como lo son los gobiernos nacionales y subnacionales. Primero, es fundamental capacitar a los funcionarios en las nuevas tecnologías, ya que aprender a usar nuevos instrumentos (digitales o máquinas en
específico) va a potencializar sus capacidades y, al tiempo, les será más fácil aprender a trabajar con las versiones futuras de esas herramientas. Segundo, es importante seguir de cerca el trabajo de las compañías de tecnología del sector privado.

Un caso notorio es el de SAP (Systems Applications and Products), un software gestión de tareas a gran escala, que nació originalmente para empresas, pero que hoy usan varios gobiernos alrededor del mundo para coordinar su despliegue de servicios públicos. Y tercero, los gobiernos deben establecer áreas internas dedicadas a la
búsqueda y adopción de máquinas, software, o similares, para complementar las labores del gobierno.

Los gobiernos responsables suelen tener una visión de largo plazo, que si bien no los exime de resolver los problemas del presente, sí los obliga a cuidar el impacto multidimensional de sus decisiones. La razón es simple: el trabajo gubernamental se trata de resolver problemas, no de meramente transferirlos a generaciones futuras. Sin embargo, la OCDE (https://bit.ly/3jW1o5V) define de forma más específica qué implica, en los hechos, una visión gubernamental de largo plazo: “El utilizar herramientas existentes tales como prospectiva estratégica, el desarrollo de escenarios y los enfoques de pensamiento sistémico en la formulación e implementación de políticas, para identificar, prevenir y mitigar impactos adversos reales y potenciales sobre el bienestar y las perspectivas de desarrollo sostenible de las generaciones futuras”.

El debate actual de cómo las naciones pueden reducir sus emisiones contaminantes, para así desacelerar el calentamiento global y el cambio climático, es un buen indicador de cuáles gobiernos nacionales, subnacionales, o bloques geopolíticos, tienen presente una visión a largo plazo. Por ejemplo, este año, la Unión Europea
(https://bit.ly/3m4r56R) aprobó un acuerdo legal que obligará a las 27 naciones del bloque a reducir sus emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) en 55% para 2030 (de los niveles récord reportados en 1990). También se propuso eliminar las emisiones netas de GEI para 2050, una meta que la UE venía sopesando desde antes
de la firma del Acuerdo de París en 2015. La especie humana siempre ha tenido una deuda con el futuro, y planear a largo plazo desde los gobiernos es reafirmar nuestro compromiso para saldarla.

El nivel de compromiso con los derechos humanos, la diversidad y la cohesión social, también son indicadores útiles para evaluar gobiernos. Estos temas están estrechamente ligados a la supervivencia de una democracia. Desdeñar los derechos humanos es, por omisión, apoyar la “ley del más fuerte” como la base de una sociedad. Ignorar la diversidad de estilos y visiones de vida, así como las diferencias políticas, culturales, sexuales, de género, o de capacidades, es una actitud antidemocrática, ya que la democracia liberal implica la administración de la diversidad
y el multiculturalismo (https://bit.ly/3m6bXWw). Por otro lado, fomentar la división social y, por ende, el sectarismo, tiende a romper aquellos lazos (p. ej., nacionalidad, aspiraciones de vida, tradiciones, entre otros) que unen a segmentos poblacionales con distintas características culturales o socioeconómicas. No es lo mismo reconocer la diversidad en todas sus formas, que fomentar el odio o incluso la violencia en una sociedad.

La primera concepción ve a la diversidad como una fortaleza; la segunda como una amenaza. Por ello, no es casualidad que, históricamente, los populistas autoritarios se han caracterizado por fomentar la dicotomización de una sociedad, usualmente entre el “pueblo” y (o contra) una “élite” (https://bit.ly/3jW1xpZ). En otras palabras, los buenos gobiernos democráticos no estigmatizan a un sector de la población.

@AlonsoTamez