Rubén Ruiz Guerra

 

El 28 de julio pasado, la peruanidad estuvo de fiesta. Ese día se conmemoraron 200 años de la proclamación de la Independencia de la sede más importante y más antigua del poder español en América del Sur: el Perú. Poco tiempo antes, José de San Martín había logrado la hazaña de conducir a un ejército que provenía desde la desembocadura del Río de la Plata y con él expulsar de Lima a las fuerzas españolas. De ello se siguió la proclamación de la Independencia y su nombramiento como “Protector” del Perú. Si bien este hecho no marcó el fin de las hostilidades, sí fue un momento fundamental que conduciría al triunfo del Mariscal Antonio José de Sucre en la batalla de Ayacucho, último hecho bélico de gran envergadura en las guerras de independencia en América del Sur. La hazaña fue, literalmente, una tarea de colaboración de las secciones que conformaban la América Hispana del sur. Esfuerzos peruanos apoyados por fuerzas “extranjeras” provenientes del Río de la Plata, de Chile y de la “Gran Colombia” lograron romper la hegemonía española.

Por otra parte, el 28 de julio de 2021 cerró, por fin, y de manera definitiva, el proceso electoral vivido por los peruanos entre abril y julio de este año. Caracterizado por una amplia participación ciudadana y de aspirantes a la presidencia, este proceso resultó sumamente cuestionado y, al parecer de una institucionalidad endeble. Hay que reconocer, en este caso, que no había candidaturas que tuvieran un impacto particularmente importante entre el electorado. El sistema electoral peruano obliga a una segunda vuelta cuando quien gane la elección no supera el 50% de los votos emitidos. Pasaron a la segunda vuelta quienes tuvieron la más alta votación en la primera ronda electoral. Sin embargo, la y el elegido, juntos, apenas rebasaron el 30% del total de quienes votaron en la primera vuelta. Los conflictos surgidos a raíz del llamado balotaje se expresaron, primero, en una campaña electoral llena de mentiras, acusaciones y provocaciones al miedo. Una vez hecha la votación se desató un pesadísimo proceso de cuestionamiento de la elección. No prevalecieron los esfuerzos por descarrilar el proceso electoral.

Esto fue así pues en la ciudadanía peruana y sus autoridades prevaleció el sentido de responsabilidad y de institucionalidad. Lo que aprendimos de este proceso es que es importante tener instituciones sólidas que den certeza a los distintos mecanismos y procedimientos que se viven en una nación para tomar decisiones públicas. Pero tanto o más importante que eso es la convicción ciudadana de quienes forman las instituciones y de quienes participan en los procesos de toma de decisiones. Aprendimos que la convicción ciudadana alimenta el funcionamiento de las instituciones. Aprendimos que no hay fuerza política, no hay fuerza económica, no hay fuerza mediática que puedan desviar el curso institucional de un país si la ciudadanía y quienes ocupan los encargos públicos decisorios hacen valer los valores fundamentales que sustentan la vida de una República.

 

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