Dos operarios bajan de la carroza el cuerpo de Ramiro envuelto en una bolsa azul y lo conducen al horno. En tres horas quedará reducido a cenizas y ampliará la saga de muerte del coronavirus en el cementerio de San Nicolás Tolentino, en Iztapalapa.

Tras desinfectar la funda, los trabajadores con monos blancos ruedan el cuerpo en una camilla metálica que guardan debajo de un cuadro de la Virgen de Guadalupe, una de las muchas imágenes religiosas del crematorio, en el este de Ciudad de México.

En el breve camino al gigantesco horno pasan junto a una pila de ataúdes vacíos con etiquetas que detallan la causa del fallecimiento de quienes los ocuparon por primera vez. “Infarto al miocardio”, se lee en muchos.

Fueron donados por los deudos para el traslado de otros difuntos cuyas familias no pueden costear un cajón en medio de la crisis desatada por el Covid-19. Si no se donan, los féretros son destruidos.

En un rincón oscuro, tres obreros pasan el cuerpo de Ramiro a una tabla y empujan el cadáver hacia el fondo del horno. La puerta se cierra y otro hombre gradúa la temperatura.

Además del cuerpo de Ramiro, durante la jornada llegaron varios, entre ellos el de un bebé. Con cada arribo los obreros se preguntan: “¿Es Covid?”.

Óscar Palacios, coordinador del crematorio del panteón público San Nicolás Tolentino, tiene la respuesta; un día antes coordina los ingresos con las funerarias y, si son casos clasificados como Covid-19 o neumonía atípica, verifica que entren en una bolsa séptica directo al horno.

Un ataúd llama la atención de Palacios y su equipo. Lo abren y apenas se observa un sombrero y unos botines; el cuerpo no está embolsado y se pierde entre la sedosa tela blanca que recubre el féretro.
Alguien hace la pregunta de rutina y el certificado de defunción revela: “Posible Covid”. Al no estar embalado, el cadáver es devuelto a la funeraria.

Tras tres horas en el horno, los encargados retiran las cenizas de Ramiro con una especie de rastrillo y les echan agua para que no quemen la bolsa que las va a contener en la urna.

Después las aplastan en el piso con una herramienta metálica y las terminan de triturar con una máquina similar a las picadoras de papel, luego de lo cual las colocan de a poco en el cofre de madera que atornillan y desinfectan.

Entonces un empleado grita: ¡Ramiro!, y Gonzalo, su hijo, un veinteañero con tapabocas, mirada perdida y refugiado en una capucha de sudadera, se acerca.

Entra al crematorio, se identifica y firma unos documentos. Al entregarle la caja, adornada con un Cristo dorado, el funcionario le dice: “Eso sería todo, que Dios te bendiga y cuídate mucho, ya ves cómo está la situación”.

 

LEG