De no cumplirse las promesas, la fuerza de la expectativa en un Gobierno es inversamente proporcional al tamaño de la decepción.

En casi siete meses, nadie esperaba una varita mágica que corrigiera el histórico desorden nacional, pero tampoco implosiones de dinamita que significaran reducir a cenizas casi todo lo que remita al pasado. Como si lo de atrás, así funcione, no importe ya por el solo hecho de que lo pensó alguien más.

No se trata de jugar al sabio, si el hoy presidente Andrés Manuel López Obrador arrasó con 53% de la votación fue porque la mayoría de los ciudadanos adoptó su agenda anticorrupción, pero también apostó a mayor seguridad pública, educación y sobre todo oportunidades de empleo.

La popularidad del gobierno de AMLO continúa siendo alta, pero comienza a mostrar signos de agotamiento. Se refleja, por ejemplo, en aquellas voces públicas que ya se manifiestan de plano como desilusionadas.

El combate a la corrupción no es excluyente para reconocer y continuar con políticas públicas que han funcionado. En pocas palabras se requieren operaciones quirúrgicas, no estrangular al paciente esperando que su reanimación -si es que despierta- derive en un mejor estado de salud.

López Obrador sigue apelando al método y no da síntomas de variar la estrategia: mañaneras, y votaciones a mano alzada en sus recorridos por los pueblos para legitimar sus decisiones, mientras su administración -cuya característica primordial es la lealtad- centraliza todo bajo el manto de la austeridad republicana.

El problema es que tal austeridad ha generado racionamiento en hospitales públicos y en otras áreas estratégicas a donde suelen ir de emergencia quienes apostaron con vehemencia por el tabasqueño.

El gobierno de AMLO ha optado por hacer transferencias líquidas y directas a millones de personas, incluyendo adultos mayores o personas con discapacidad. ¿Ése es el costo de que empeoren los servicios públicos? ¿Cuándo enfermen los beneficiarios preferirán su tarjeta o un centro de salud funcional que les salve la vida?

En este sentido, ¿está la llamada cuarta transformación dispuesta a reconocer y corregir los yerros? ¿A admitir que los problemas no se corrigen con la mera voluntad presidencial?

¿No podrían aceptar que con los recortes a rajatabla so pretexto de combatir la corrupción se excedieron?

Observan al pasado como fracaso y descomposición, al presente como refundación, pero a no pocos ciudadanos que creyeron en ese proyecto de buena fe ya les rebasa la incertidumbre.

¿Hasta cuándo una administración que noqueó con más de 30 millones de votos tendrá el beneficio de la duda? La batalla es contra el tiempo, persistir en culpar al pasado sólo provocará más desgaste.

Racionalidad es lo que requiere cualquier Gobierno de izquierda, no racionamiento. La austeridad mal ejecutada es pésima idea cuando pagan justos por pecadores. Imposible confundir privilegios con necesidades. En la 4T pueden aún rectificar, no hay espacio para más ensayos.