Vergüenza nuestro racismo, el autorretrato que hemos pintado como sociedad en estos días en los que Yalitza Aparicio es tema en la esfera pública.
Mientras la reconocen en el extranjero como digna merecedora de nominaciones y premios por su papel en Roma, acá una parte de la sociedad la mira con recelo. No se comprende cómo una mujer indígena “predestinada a ser sirvienta” llega tan alto pues el destino manifiesto de una oaxaqueña como ella es a lo más la caridad o limosna de la “gente bien”.

El México racista se columpia en estos días. En los cafés, o en los trabajos tiene otra historia que contar, otra víctima que ridiculizar, reflejando sus propias miserias. Es el síndrome del conquistado que se esparce aún entre los pretendidos porfiristas para quienes todo lo que parezca europeo es moral y estéticamente superior.

Puros prejuicios, imágenes mentales cultivadas durante siglos y que nos deterioran como colectividad. Peor aún, a Yalitza revistas del corazón le dan una “ayudadita” poniéndola un poco más “blanquita”, para ser aceptada en los hogares de la alta sociedad.

Nos irrita que desde el extranjero nos tilden de mexicanos “secuestradores y narcos”. Que nos discriminen en la frontera y nos marquen como apestados por el simple hecho de ser de México. Nos indigna que el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, nos utilice electoralmente y nos diagnostique un muro alentado por grupos xenófobos de ultraderecha que proclaman una superioridad racial.

Muchos también alzaron la voz en 1981 y se encolerizaban cuando nuestra estrella nacional, Hugo Sánchez, entraba al estadio Vicente Calderón como jugador del Atlético de Madrid y le gritaban “indio, sucio y mexicano”.

Pero al interior somos particularmente feroces con nosotros mismos. Acá como te miran, te tratan.

El México racista se ha estimulado en estos días, el país que no se reconcilia con su pasado, que no evoluciona para coexistir, que persiste en decirle a cada quién el lugar que le corresponde según el color de su piel. Como dijo Octavio Paz: “La mexicanidad es una manera de no ser nosotros mismos, una reiterada manera de ser y vivir otra cosa”.

Lamentablemente vivimos en fuga aspiracional, lo que somos no acaba de convencernos.

Según la más reciente Encuesta Nacional sobre Discriminación del Inegi, más de la mitad de la población (53.8%) percibe que es discriminada por su apariencia, incluyendo tono de piel, peso o estatura, forma de vestir o arreglo personal.

Por eso debemos acompañar a Yalitza, quien ha entendido que no se trata de una batalla única y de corto plazo la que libra:
“He ido mostrándole a las personas que hay cosas que se pueden lograr, que no siempre hay que dejarse llevar por los estereotipos y llegar a pensar que hay lugares a los que tu no perteneces. Necesitamos cambiarnos esas ideas”, afirmó previo a la ceremonia de los Premios Oscar.

Es el México indígena que también nos define y reclama su sitio. El maltrato a Yalitza es el maltrato a nosotros mismos.