Hablé antes del término fifí, muy usado por el todavía hoy Presidente Electo, para empezar, y por varios de sus prosélitos en los medios, en campaña para convencernos de que es legítimo asestárselo a la competencia. ¿Por qué? Las explicaciones son largas y farragosas, pero la idea, desnuda, es simple: cuando una persona que ha sufrido pobreza y discriminación etiqueta a una que proviene de una condición más ventajosa –es una etiqueta–, no practica la discriminación, porque la “discriminación inversa” no existe, sino que visibiliza una injusticia, glosa una condición. Se reivindica. Hace justicia.

Estoy de acuerdo en que hay que tener pudor y nunca victimizarse como un güero digamos acomodado que sufre discriminación. Dicho esto, es momento de rechazar esa retórica, y no me refiero a quienes usan el término fifí, porque esa batalla está perdida, sino a las conciencias de nosotros, los que cargamos con la etiqueta. Y es que aceptarla es aceptar una buena cantidad de supuestos insostenibles, y envenenados. Significa entender la sociedad mexicana, simplonamente, como una dicotomía: eres pobre o eres rico; vienes de la marginación o vienes del privilegio. Significa, enseguida, aceptar una dicotomía moral muy propia, sí, del populismo: la pobreza es virtud, moralidad; la prosperidad es inmoral. Esta forma de pensamiento religioso, en un sentido cristiano y tal vez sobre todo católico, milenarista, es una maravilla porque permite silenciar al otro.

La prosperidad es el pecado, y los pecadores, sabemos, no tienen voz como no sea para redimirse: el mea culpa. El problema es que no hay dicotomías: la sociedad es compleja, un infinito de grises, no un blanco y negro, que rebasa ampliamente las taxonomías “pobre o rico”. De la misma forma, la pobreza no es una virtud, sino una condición atroz que todos deberíamos tratar de erradicar. Y sobre todo no hay pecado inherente a la prosperidad: no hay una relación necesaria entre que tengas dinero y que el otro no lo tenga; no eres automática o intrínsecamente culpable por la miseria ajena por el hecho de no ser pobre.

Las sociedades construidas en torno a ese discurso de víctimas y verdugos, de guerra santa, de erradicación del pecado, terminan sin excepciones en la miseria general y la violencia. El pecado que te venden se llama culpa de clase, y bloquea la inteligencia, impide el diálogo, anula tu discernimiento. Te subyuga. No lo compres. Tira la primera piedra: reivindícate como un ciudadano con plenos derechos. Discute, protesta. Por el bien de todos.