En junio de 2016, el mundo, en estado de shock, descubrió que los británicos habían decidido salirse de la Unión Europea, la que comenzó a construirse sobre las cenizas de la Segunda Guerra Mundial. El Brexit abrió una caja de Pandora que, al parecer, no se cerrará nunca.

Empezaron a salir los múltiples demonios de la jaula llamada Unión Europea, de 28 miembros, cada uno con sus ambiciones, intereses y trastornos marcados por el pasado. El “NO” británico a la burocracia y a la supuesta falta de democracia de las instituciones europeas -que cada vez tienen menos de unión- allanó el camino al populismo autoritario. Los discursos xenófobos, racistas y soberanistas encontraron aplauso masivo en la esfera política porque había un caldo de cultivo muy propicio para ello debido a la crisis económica, el sentimiento “antiélite”, el flujo incontrolado de refugiados -principalmente africanos- o la oleada de atentados islamistas que golpearon con fuerza a Francia, Bélgica, Alemania, Suecia y muchos otros países del Viejo Continente.

Los partidos antisistema, de extrema derecha o izquierda ganan terreno por doquier, en el Centro, el Norte y el Sur. En Francia, el ultraderechista Frente Nacional de Marine Le Pen logró colarse a la segunda vuelta de las elecciones presidenciales y cosechó más de 10.5 millones de los votos.

¿Por qué el populismo funciona tan bien en Europa? Porque el ciudadano común, sobre todo del ámbito rural y poco cosmopolita, por fin siente que sus líderes de fuera del “mainstream” ideológico han sabido comprender sus preocupaciones, sus temores acerca de la seguridad, la pobreza y la pérdida de identidad de sus regiones o países frente a la “invasión” del migrante-refugiado, casi casi como curanderos.

El populismo, nos guste o no, ya se convirtió en la nueva realidad en Europa. De hecho, actualmente sólo cinco de los 28 países del bloque europeo observan un declive del discurso eurofóbico antiinmigración.

Veamos: hace unos días, en las elecciones en Suecia, la primera economía nórdica y el modelo de tolerancia y el Estado del Bienestar, la extrema derecha con tintes neonazis de Jimmie Åkesson se posiciona como la tercera fuerza política del país (con casi 18% de los votos). En Italia gobierna el líder de la ultraderechista Liga Norte, Matteo Salvini. En Austria, el carismático millennial conservador Sebastian Kurz tiene la batuta de un Gobierno donde toca uno de los primeros violines la extrema derecha xenófoba y antiislam.

Al Norte, la República Checa le otorgó en enero su segundo mandato al presidente Miloš Zeman, claramente euroescéptico y antiinmigración. La vecina Polonia en su Ejecutivo a los populistas de ley y justicia. Más al Sur, Hungría, de sólo nueve millones de habitantes,  cuenta con todo un referente de la eurofobia, un auténtico rockstar del extremismo xenófobo Viktor Orbán, cuyos incendiarios discursos a favor de la protección de las fronteras europeas y del mantenimiento de la identidad cultural del continente encuentra una impresionante resonancia en la percepción de millones y millones de europeos. En Alemania, el eje central de Europa, Angela Merkel, pierde vigor ante el creciente auge del partido antiextranjeros AFD (Alternativa para Alemania).

En mayo de 2019 se celebrarán las próximas elecciones al Parlamento Europeo, que serán las primeras tras el Brexit. Se medirán sus fuerzas dos bandos: los liberales y los xenófobos. Lo peor que nos puede pasar es que se impongan estos últimos.