En el barco Aquarius desembarcaban centenares de inmigrantes que no tenían nada que perder más que la vida. Su desesperación por salir de sus países -donde morían por guerras cruentas, olvidados de la mano del hombre- se acrecentaba intentando buscar una salida hacia un mundo mejor que ellos pensaban que se trataba de Europa.

Durante años caminaron desde Guinea, Conakri, Mali, Sierra Leona, Nigeria, Chad y otras muchas naciones erguidos por el Continente Negro. Fueron miles de kilómetros a pie atravesando sabanas y sobre todo el desierto del Sahara. El interminable calor y el sol les abrasaban desde dentro. La boca se les hacía pastosa. No tenían agua, no podían tragarse ni siquiera su propia saliva. Ya no salía de sus glándulas.

Los que tenían la suerte de salvarse caían en manos de los tuaregs, de los señores de la guerra que deambulan por el Sahel, haciéndose fuertes, con una ley que sólo ellos podían imponer.

Si no caían en las redes de los señores de la guerra, eran captados por soldados del Estado Islámico que controlan la franja norte de África. Les obligaban a hacerse terroristas a los inmigrantes sin saber cuál era el significado de esa palabra.

Finalmente llegaban exhaustos a las costas de Marruecos, Túnez, Argelia y Libia. Desde ahí podían oler a Europa. La saboreaban pensando que estaban a punto de llegar. Entonces las mafias que controlan las naves en las barcazas de la muerte –esas frágiles embarcaciones que son erguidas en el mar Mediterráneo– les captaban.

Para pasar a Europa les pedían lo que no tenían. Entonces robaban hasta que consiguieran los cuatro mil dólares que les pedían las mafias.

Muchos no lograban conseguir tanto dinero. En todo caso las mafias les dejaban entrar a las barcazas, que no eran sino ataúdes flotantes.

Los inmigrantes habían vendido su alma al diablo. Las mafias les seguirían por todo el mundo hasta dar con ellos y acabar con sus vidas. Les daba igual que cruzaran el Mediterráneo. Darían con ellos antes o después. En cualquier caso, serían perseguidos de por vida. Los captores siempre les tendrían localizados.

Los pocos que lograban sobrevivir a todo aquel infierno morían en las aguas del Mediterráneo. Por ese embudo sólo pasaban los más fuertes. Entonces Europa les cortaba el paso. Los Gobiernos de la Europa ribereña les devolvían a las costas de Libia.
Algunos se escondían en barcos como polizones y conseguían arribar al Viejo Continente. Y entonces el dorado, ese sueño que era el dorado, se desvanecía porque las políticas de esos países hacían que se les deportara.

Por ese embudo entraban ya muy pocos. Era una carrera hacia el abismo.

Esta tragedia no solamente ocurre con los inmigrantes del norte de África. También por los sirios que huyen de la guerra, muchos ciudadanos turcos o inmigrantes de naciones del este de Europa. También desde el África negra y los países del Magreb. Y es Europa, la vieja Europa, la Europa del progreso la que los rechaza.

El barco Aquarius y otros más han llegado cargados de inmigrantes. España y otros países les han acogido en un gesto de humanidad. Sin embargo, en lo que va del año, en España, por ejemplo, han ingresado más de 25 mil inmigrantes. Son muchos más los que han entrado a las diferentes naciones europeas.

Una cosa es la ayuda humanitaria y la misericordia del ser humano. Sin embargo, la llegada masiva de inmigrantes está quebrando a muchos países europeos.

Lamentablemente no hay espacio para todos. Por supuesto que deben entrar. Lo contrario sería un acto deplorable. Pero hay que hacerlo con sentido común. Es imprescindible nuevas leyes, medidas regulatorias que sean beneficiosas para los inmigrantes y para los que les reciben. Es la única manera. Hacerlo de cualquier otra forma sería muy complicado.

Ése es uno de los retos del siglo XXI. Si no lo hacemos en el sentido hacia la regulación y, por lo tanto, a la resolución del problema, estamos abocados a avalanchas de inmigrantes con consecuencias que pueden ser indeseables para todos. Los gobiernos que logren esa estabilidad serán los exitosos. Los que fracasen sufrirán efectos muy perniciosos, empezando por auténticas revoluciones. Al tiempo.

LEG