Cuando en julio de 1998 la Selección francesa de futbol, liderada por el gran Zinedine Zidane, se coronó en su propio país campeona del mundo, por primera vez, toda Francia celebraba jubilosa la victoria de los Bleus, y a través de ella, la riqueza de su diversidad cultural.

Jacques Chirac, el entonces Presidente de Francia, país anfitrión del Mundial 1998, subió como la espuma en los sondeos de popularidad -18 puntos en unos cuantos días-, algo sin precedentes. Supo capitalizar con destreza las hazañas de los Bleus acompañadas de un fervor popular sin límites.

Veinte años más tarde, Francia se ganó la segunda estrella mundialista en Rusia 2018. La euforia y los festejos se apoderaron de toda la nación que recibió una enorme y muy necesaria inyección de vitalidad, como en 1998. Sólo que a diferencia de aquel triunfo, el de ahora no benefició en nada al mandatario en turno.

Sólo dos días después de la llegada triunfal de los Bleus a París, su imperial desfile por los Campos Elíseos y el recibimiento con bombo y platillo de la tropa de Mbappé en el Palacio del Elíseo estallaron en el país una auténtica bomba política que salpica con veneno al actual mandatario, Emmanuel Macron.

La bomba se llama Benalla; Alexandre Benalla, tiene sólo 26 años y ambiciones elevadas: alcanzar la cima de la cúpula del poder, y algo más: mantenerse ahí pegado al dirigente supremo durante todo su reinado.

Trepó hasta el piso más alto, pero después de su fulminante ascenso experimentó la vertiginosa caída al infierno.
Benalla era ni más ni menos que el jefe adjunto del Gabinete de Emmanuel Macron; durante la campaña electoral ocupaba el puesto de responsable de seguridad del candidato Macron. Hasta hace muy poco encabezaba la lista de los hombres de máxima confianza del joven mandatario, intocable “ungido de Dios”. Benalla raramente se separaba del Jefe de Estado y viceversa.
La semana pasada, el diario Le Monde hizo estallar con fuerza el escándalo Benalla que sacude los cimientos del Palacio del Elíseo. Difundió un video que muestra a Benalla disfrazado de policía golpeando y pateando a manifestantes indefensos en plena protesta antigubernamental el 1 de mayo pasado en París. El documento puso en estado de shock a toda la clase política y a la opinión pública del país. Cada día aparecen nuevos elementos que indignan. Benalla tenía entrada libre a las propiedades de la pareja presidencial, gafete para acceder al Parlamento, permiso (ilegal) de portar armas, un sueldo más que suculento y un departamento de lujo pagado por el Gobierno

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Macron sabía todo de los excesos de su protegido, pero en lugar de despedirlo y castigarlo, le prometió más poder, dirigir la nueva dependencia encargada de la seguridad presidencial.
Construyó su campaña en torno a las promesas de una República ejemplar e irreprochable; ahora Emmanuel Macron atraviesa su peor crisis. El escándalo, lejos de enfriarse, se infla cada vez más, y para muchos ya se transformó en un “affaire d’État”.
El Presidente, tachado de “bonapartista y monárquico”, esperó demasiado, una larga semana, para romper su sepulcral silencio en torno al tema. “El responsable soy yo, sólo yo”- lanzó como que no quiere la cosa su mea culpa ante diputados de su partido, y horas más tarde ante la prensa.

Demasiado tarde. El mal ya estaba hecho. El 80% de los franceses aseguran sentirse escandalizados e indignados por el caso Benalla. La popularidad de Macron toca fondo con un escaso 32% de aprobación.
El tan esperado efecto futbol nunca tuvo lugar en la política gala. El Presidente no pudo capitalizar la victoria de los Bleus. Vaya contraste con lo que vivió Jacques Chirac en el verano de 1998.