Los presidentes cometen errores, pero el inmortal Dante nos dice que la justicia divina sopesa los pecados de sangre fría y los pecados de corazón cálido en diferentes escalas. Son mejores las fallas ocasionales de un gobierno que vive en un espíritu de caridad, que las omisiones constantes de un gobierno congelado en el hielo de su propia indiferencia

Franklin D. Roosevelt

 

Empecé a leer sobre presidentes estadounidenses. Encontré en Amazon una serie de biografías de estos, coordinada por Arthur Schlesinger Jr. (1917-2007) –profesor e intelectual público de centro-izquierda que fungió como historiador de cabecera de John F. Kennedy–. Decidí comenzar por algunos no muy conocidos, y compré tres de golpe: Grover Cleveland (único presidente americano electo para dos periodos no consecutivos, 1885-1889 y 1893-1897), Woodrow Wilson (1913-1921) y Calvin Coolidge (1923-1929).

El orden de lectura ha sido al azar. Primero tocó el demócrata Wilson y después el republicano Coolidge; terminados ambos, procederé con el bigotón Cleveland, pero no sin antes verter algunas palabras sobre sus estilos de liderazgo político –¡cuánto se aprende del género biográfico!–. Wilson y Coolidge fueron individuos muy diferentes. Si bien entre sus períodos solo está el espejismo que significó Warren G. Harding (1921-1923) –quien murió en el cargo por un ataque masivo al corazón–, cada uno entendió y ejerció el poder en su propio carril ideológico y programático, revelando, sobre todo, tamaños de visión.

Wilson llegó al cargo tras la fragmentación del voto republicano en 1912. Rumbo a dicha elección, Teodoro Roosevelt, el inmensamente popular presidente de 1901 a 1909, decidió que siempre sí quería ser presidente de nuevo y rompió con su “delfín” y sucesor, William H. Taft (1909-1913), dividiendo en dos al partido de Abraham Lincoln. Tras no lograr arrebatarle la nominación a Taft, Roosevelt fundó el Partido Progresista para competir, pero en los hechos, estaba otorgándole la presidencia al partido cohesionado, el Demócrata.

Coolidge, por su parte, llega tras la muerte de Harding. Siendo gobernador de Nueva Jersey, es nominado como candidato a vicepresidente a manera de consuelo. Tras una cómoda victoria de Harding sobre el demócrata James Cox –cuyo candidato a vicepresidente fue Franklin Roosevelt, a la postre el mandatario más influyente en el siglo XX americano–, Coolidge ejerció su nuevo cargo silenciosamente hasta que la fatalidad lo llevó al mando de la que ya era la economía más grande desde hacía unas tres décadas.

Vayamos a los estilos. Wilson fue un personaje expansivo. Académico y exrector de Princeton, como presidente combatió prácticas empresariales monopólicas y el trabajo infantil –aunque promovió la segregación racial entre funcionarios federales–. Pero su legado histórico se compone, en esencia, de tres aspectos: pilotar la neutralidad de Estados Unidos durante la Primera Guerra; la participación americana en dicho conflicto; y por último, su intento por construir una paz duradera. De estos, el último fue el más revelador en términos de liderazgo, ya que Wilson peleó una batalla que bien pudo haberse ahorrado.

Al finalizar la Guerra, y tras 8 millones de muertos, Wilson promovió la creación de la Liga de Naciones –precursora de la ONU— para intentar hacer un mundo más seguro para la

diversidad. Cabildeó la idea durante las pláticas de paz de París en 1919, consiguiendo su creación, pero incendiando a los aislacionistas americanos –mayormente republicanos–. Esto derivó en una cruenta batalla con el Senado para lograr la entrada formal de Estados Unidos al nuevo organismo. Wilson, sin embargo, perdería esa batalla, todo su capital político, y tiempo después, sufriría un infarto que lo inhabilitaría el resto de su mandato.

Coolidge, mejor conocido como “Cal, el silencioso”, era un mandatario retraído en lo personal y en lo político. En la adolescencia, sufrió la muerte de su madre y después la de su hermana –aspecto que fomentó su cerrazón–. Creyente del “gobierno pequeño”, Coolidge redujo impuestos cuatro veces –inspirando a Reagan–, controló el gasto y limpió la Casa Blanca de la corrupción del bienio de Warren –escándalos que emergieron tras la muerte de este–. También anuló trabas regulatorias a las grandes empresas para que invirtieran, bajo la lógica del “goteo de beneficios” al resto de la pirámide socioeconómica.

Durante su periodo, la economía americana tuvo un “boom” que coincidió con los salvajes años 20 –nueva vida nocturna, “art decó”, masificación del automóvil–. Dicho entorno, y un uso de la radio nunca antes visto, hicieron popular a Coolidge. Pero su ideología de reducir el Estado al mínimo para darle más espacios a la sociedad, en la práctica, significaba ceder poder. El primer Roosevelt y Wilson agrandaron la oficina en términos de funciones y compromisos internos y externos, pero Coolidge se limitó al manejo administrativo y no a la transformación. Se fue bien evaluado y sin saber que en meses se daría el “crack” de 29, pero su falta de ambición ha sido criticada por historiadores que coinciden en que la presidencia americana no es lugar para proyectos pequeños o personajes pusilánimes.

Wilson apostó en grande y perdió en grande. Pero juzgando lo inédito de la situación –la Primera Guerra Mundial–, el momento necesitaba amplitud de miras. Si bien Wilson no logró insertar a los Estados Unidos en la Liga de Naciones –aspecto que le hubiera dado a esta muchos más “dientes” para fomentar la seguridad colectiva–, sí estiró el poder de su oficina hasta los límites legales buscando mecanismos para la paz. Coolidge, por su lado, no perdió nada porque no quiso apostar. Él llegó a administrar la recuperación económica de la posguerra que Harding había iniciado dos años antes, pero legó una oficina menos influyente justo cuando el mundo estaba por entrar a la etapa más oscura de su historia.

@AlonsoTamez