Todos los candidatos nos quedaron a deber en el tercer debate presidencial. Ninguno fue capaz de demostrar a plenitud de dónde van a sacar el dinero para hacer realidad sus promesas de campaña.

Quizá, y era previsible, el más articulado en ese tema fue José Antonio Meade, candidato de la alianza Todos por México y dos veces secretario de Hacienda, al dejar claro cómo fondearía su programa de estancias infantiles y escuelas de tiempo completo, pero no fue muy claro en cómo concretar eso de atender las necesidades principales de los más pobres.

Andrés Manuel López Obrador, de la coalición Juntos Haremos Historia, fue exhibido por los periodistas cuando le mostraron que no salían las cuentas y que costaba mucho más pagar sus promesas que los supuestos miles de millones de pesos que se ahorrarían como combatiendo la corrupción y reduciendo privilegios.

El abanderado de la alianza PAN-PRD-Movimiento Ciudadano, Ricardo Anaya, no logró articular nada medianamente claro y, de plano, los planteamientos del independiente Jaime Rodríguez Calderón parecían más bromas que propuestas económicas.

Todos ofrecieron no subir impuestos, faltaba más, están en campaña.

Y no es algo como para echar en saco roto que los candidatos presidenciales no sean capaces de explicar claramente cómo pretenden conducir las finanzas públicas para cumplir sus promesas de campaña, más bien mandan un mensaje de incertidumbre e improvisación en el manejo presupuestal y en la atención de los programas sociales con el fin de atender la pobreza y la desigualdad; pero no sólo eso, sino también en el diseño de la educación pública y los servicios de salud.

Al final del día, como siempre, a la hora de revisar a los abanderados presidenciales se impone el criterio de elegir al menos peor, y eso es una lástima en un país al que le urge un liderazgo no sólo popular, sino capaz y firme que enfrente la miseria y la violencia en la que se debaten millones de mexicanos a partir de una conducción de la economía nacional y las finanzas públicas que den estabilidad y oportunidades de desarrollo y bienestar a una nación que cada seis años ve defraudadas sus esperanzas.

VUELTA FORZADA

Mención aparte merece la evaluación de estos nuevos formatos de debate presidencial producidos por el Instituto Federal Electoral; en el balance general pueden, sin duda, ser calificados de positivos.

Es un paso gigantesco que los periodistas que los moderaron pasaron a tener un papel más crítico y activo a diferencia de los de antaño en que sólo eran convidados de compromiso encargados de manejar el cronómetro y dar la palabra.

En este balance hay que decir que el formato del tercer debate fue aburrido y tedioso y que al pretender ceñirse a los temas preestablecidos y las preguntas de la audiencia, dos de los conductores, Gabriela Warkentin y Carlos Puig, entorpecieron el flujo del debate, lo que lo llevó en ocasiones al tedio y al aburrimiento.

Al final, el formato más atractivo fue el ocupado en Tijuana, donde el movimiento y la dinámica lo hicieron ágil y promovieron la confrontación de personalidades, información e ideas; tendremos que esperar seis años más para que haya más debates, sean más breves y se mejoren los formatos. Ya veremos.